sábado, 18 de agosto de 2012


CROACIA, DE VUELTA (2). El soplo de la brisa atempera el calor, y el hayedo, inacabable y umbrío, nos ofrece un cobijo de sombras. A su amparo, caminamos kilómetros de rústicas pasarelas fabricadas con traviesas de ferrocarril, que nos elevan sobre la superficie acuática y nos conducen a lugares imposibles.
   Este es el dominio del bosque y el agua. Barreras verdes separan y delimitan lagos, ambiciosos en perímetro y hondura, a cuya vista se hace tangible la belleza. Desciende la senda de madera en pos de uno y del otro que vendrá después, sin que por ello quede el agua en olvido. Ya fluya o se inmovilice bajo nuestros pies, ya  dibujen  los juncales un entorno de estanques y canales, siempre está presente. A veces, como si viniera del cielo, cae en cascada, en torrentera o en catarata y, al romperse, se vuelve blanca de espuma.
   Durante horas, cientos de truchas nos contemplan embobadas, quizás tan sorprendidas como nosotros, o solo es que buscan, sin que les importemos nada, la caricia del sol, y a ello se deba su quietud. De tanto en cuanto, vuelan patos salvajes y algún cisne presume de hermosura en medio de la lámina azul que señorea.
   Es el parque nacional Lagos de Plitvice, al que uno ya no podrá dejar de volver, si lo conoce.

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