viernes, 24 de agosto de 2012


CROACIA, DE VUELTA (4). Bajo la torre del Reloj, que efectivamente lo tiene, y con dos gatos ataviados de militares como custodios y campaneros, un arco trae efluvios de mar a la avenida Stradum. Tras ese vano, encajado entre las murallas de la ciudadela y la mole de un castillo que es todo piedra y altura, espera el puerto antiguo de Drubovnik. Su embarcadero sirve de punto de partida a quienes, no contentos con lo que han visto, van en pos de nuevos paisajes: los ofrecidos por las islas que sobresalen del Adriático. La de Lokrum está tan próxima que un buen nadador podría prescindir, para alcanzarla, del lanchón que la enlaza con el muelle.
   Es como una ameba que se adelgazara en su cintura, presta a escindirse, y la vegetación la ha hecho suya por completo. Solo nos es dado penetrar en sus secretos de día, pues, con el atardecer, todos los pasajeros que van han de volver.
   Pese a que es una menudencia en la inmensidad del agua, puede uno desaparecer en sus confines, olvidar a los cientos de personas que llegan a bañarse en sus costas escarpadas y experimentar el alivio de la soledad, incluso sin que se vea u oiga el mar que la circunda. Basta con adentrarse en el interior de los dos escasos kilómetros cuadrados de este promontorio verde para que árboles y matorrales se constituyan en el único horizonte.
   Los caminos se abren paso con humildad entre una espesura que se hace de encinas,  fresnos y laureles, o se aclara en un olivar vuelto dehesa, o en los pinares. Magnolios y palmeras, que no faltan, exhiben una elegancia oriental, y, de cuando en cuando, se yergue altiva y busca el cielo la figura esbelta de un ciprés, sin que haya cementerio alguno que anunciar.
   En un vagar sin rumbo, tan propicio a la sorpresa, encontramos un mar interior y diminuto, que si el Adriático rodeó a la tierra para hacerla isla, esta también lo encerró a él dentro de sus límites y lo volvió laguna salada. Cerca, que aquí nada hay lejano, las piedras desnudas de un convento en ruinas, que fue benedictino, son testigo mudo de que también en este apartamiento el tiempo pasa. Y al lado nos aguarda un jardín del Edén en miniatura, donde conviven especies que antes hemos visto separadas, y muchas otras, traídas de otros mundos, las acompañan.
   Cruza fugaz la imagen en vuelo de un pavo real y enseguida nos llega su canto lastimero, como si diese voz a nuestro pesar por abandonar la isla, que ya se nos han escapado las horas.

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