miércoles, 29 de agosto de 2012


CROACIA, DE VUELTA (5). Suenan, leves, las olas y, estridentes, las cigarras, que ya se va alzando la mañana. No es tarde para nuestros usos, pero tampoco temprano para el sol, que ya desde primeras horas del día se empeña en mostrarse en plenitud.
   Decenas de automóviles se aquietan en la carretera, en fila india, con el motor apagado y las puertas abiertas a la generosidad del mar, del que llega un aire suave de  abanico. Todos aguardamos a ser engullidos por la panza del transbordador al que vemos venir desde la cercana isla de Cres, donde queremos olvidarnos, hoy, del mundo.
   En los prolegómenos del viaje, un grupo de trileros hace de la cola caladero y tiende la caña y el cebo. No dicen nada, se limitan, sobre una mesita plegable, a exhibir sus habilidades, como si solo pretendieran entretenernos, aunque los fajos de billetes que ostentosamente enseñan desvelen sus non sanctas intenciones de incitar al juego.  Miramos con desmayo sus manejos y nadie entra al trapo.
   El barco que al fin nos lleva se aleja de una costa y se aproxima a otra. Atrás va quedando una tierra tan verde como la que tenemos cada vez más delante. Cuanto más nos acercamos a la isla, más hemos de elevar la mirada para abarcarla en toda su altura, que en su longitud fuera tarea vana intentarlo.
   Volaríamos si no nos sustentase el suelo, tan arriba nos encontramos al poco de atracar. La carretera está mal asentada y es estrecha, de las de línea continua si la hubiera, y los quitamiedos producirían pavor, si se pensara en lo que ocurriría de necesitar de su amparo. Aun así, una manada de automóviles asciende, encaramándose a la ventura, a donde el paisaje deja de ser tal para transformarse en vértigo. En el sentido de la marcha, la mirada se despeña por acantilados cuya hondura supera cualquier medida. Muchas calas se adivinan en el roquedo que pone límite al abismo y al mar. Quienes vengan a bordo de yates o motoras apetecerán sin duda sus aguas celestes, pero desde donde circulamos solo aspiramos a no acabar en ellas.
   No desentona esta carretera de un entorno montaraz y despoblado, de cuya espesura podría salir en cualquier momento un jabalí, si acaso no estuviera emboscado, descansando de sus correrías nocturnas entre robles, olmos o castaños, cuyas ramas se entretejen de tal forma que fácilmente se confunden y producen la impresión de que la naturaleza ha ensayado en la arboleda injertos imposibles.
   Estos parajes sin nadie que los habite hacen un alto en el camino, mucho después, cuando ya hemos perdido la sensación de insularidad, en el pueblo que da nombre a la isla, o lo toma de ella, que eso no sabemos. La localidad de Cres es un entramado de calles medievales y apretadas, que se abren a una bahía recoleta, refugio de un puerto que, aunque tenga su paseo, se diría de juguete. La pequeñez de esta villa, de arquitectura popular y pinturera, con casas de poca altura y colores pastel, completa su encanto con muestras del gótico y el renacimiento,  y no falta algún palacio.veneciano.
   Enseguida pasa a ser solo un recuerdo, que este oficio de viajar trae consigo un constante afán de descubrimientos, particularmente cuando su práctica se limita a una semana del verano. En esa búsqueda de lo que está por conocer, llegamos, kilómetros más allá, a otra isla, de nombre Losinj, y la alcanzamos sin que medie milagro ni transbordador. Solo un canal la separa de la de Cres y dicen que es artificial, del tiempo de los romanos, que de lo que era una tierra hicieron dos. Un puente vuelve hoy las cosas a su sitio y pone en contacto lo que antes se separó, aunque haya que elevarlo a veces para dejar vía libre a embarcaciones.
   Aún lo desconocíamos, pero acabaríamos por dar, yendo siempre más y más al sur, a un lugar donde no es preciso soñar, porque él mismo parece un sueño. En las inmediaciones de Veli Losinj, el mar dibuja una hendidura entre pinares y ofrece al expedicionario el cristal de sus aguas. Sobre su fondo pedregoso, patrulla, buceando, la sombra oscura de un cormorán, y remueve el aire a aletazos la figura grácil de una gaviota de las reidoras, como anuncian el capuchón negro de su cabeza  y un pico rojo como una herida. En lo idílico del cuadro solo  falta que un bando de delfines asome en la ensenada. Y todo es posible todavía, porque haber, los hay.

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