miércoles, 28 de noviembre de 2012


IMPRESIONES DE UN PROVINCIANO EN LONDRES (3)

A mí, particularmente, el Soho y el barrio chino son de lo que más me ha gustado de la ciudad. Los grandes monumentos –el Parlamento Inglés, la catedral de San Pablo, la Torre de Londres, la Abadía de Westminster…- me pareció que los tenía muy vistos, como salidos de las postales que los reproducen, y demasiado perfectos, como si hubieran sido tratados con photoshop. Ya se sabe que a los provincianos nos pasan esas cosas. Puede maravillarnos lo monumental, pero nos atraen como la miel a las moscas las distancias cortas. Tenemos querencia por lo cercano, que enseguida se nos vuelve entrañable. Siento esa proximidad en el mercado de Borrough, deambulando a mis anchas entre productos de huerta y tenderetes de comida para consumo inmediato, aunque también haya restaurantes cerrados, tan bulliciosos en su adentro como lo es su afuera. Las verdulerías destacan por los cuadros que diseñan a partir de sus hortalizas. Un tomate siempre es un tomate, pero con muchos tomates puede el dependiente poner a prueba sus dotes artísticas. Recuerdo, todavía extasiado, una combinación en círculo de esos frutos, de distinto tamaño y variedad cromática (amarillentos,  rojos, verdosos...). Era imposible pasar sin detenerse y no ceder, además, a la tentación de felicitar efusivamente a su autor. El olfato nos arrebata de una tiendecita y nos conduce a otra, a otras, y apetecemos de todo. No hay oferta que falte, en comida para engullir de pie o paseando. ¡Mira tú dónde fuimos a dar con raciones de paella! (pronuncian como doble l la ll, sin experimentar vergüenza alguna aunque hablen mal, al contrario que nosotros, siempre tan temerosos del ridículo, prefiriendo callar a meter la pata). La bebida que nos sale al paso es tan variada como la comida. Nunca imaginé que pudieran existir tantas clases de zumos o que el vino lo vendieran por copas, sin que fuera en un bar. Miel y confituras, pasteles y tartas atienden a las necesidades de los golosos: por tentarte, te alargan una bandeja llena de exquisiteces. Los únicos ojos que no brillan aquí de gula son los de los peces, que escenifican una mirada fría e inexpresiva, de naturaleza muerta, desde sus cajas en las pescaderías. Ante uno de esos establecimientos, pasamos a engrosar una cola  interminable, aunque nos disuada de cualquier queja la cara que se les pone a quienes nos preceden  cuando, tras alcanzar su turno, obtienen el preciado manjar que preparan delante mismo del público: una torta de pan muy fina hecha cucurucho, cuyo interior encierra gambas, verdura picada, trocitos de pescado y una salsa especiada. Con ese sustento y los ojos ahítos de ver, ya hemos acumulado la fuerza suficiente para despegarnos de este edificio de fábrica antigua y una  sola planta a ras de suelo y salir en procura de nuevas venturas.

sábado, 24 de noviembre de 2012


IMPRESIONES DE UN PROVINCIANO EN LONDRES (2)

Ser turista, aunque sea accidental, resulta agotador. No es que uno se canse de ver, es justo lo contrario, que le entran  ganas de verlo todo, para lo que debe andar el día entero. En tales circunstancias, apetecerá cada vez más el sillón de orejas que lo esperará a la vuelta de Londres. En medio de esa contradicción constante vivo unos días, sin punto de reposo. El Museo Británico podría serlo del mundo. Veo momias egipcias, el famoso juego real de Ur, tallas africanas, la máscara de mosaicos azteca de Texcatlpoca... El relieve asirio de la leona herida, incapaz de levantar sus cuartos traseros, me conmueve especialmente.  De pronto caigo en la cuenta de que nada está donde debería estar. Hasta al Partenón lo han dejado sin el friso de su frontón, que cuelga de las paredes de una de estas salas. No acabo de entender que, en lugar de proceder a ocultar el fruto de un expolio (de muchos expolios), se haga de él (de ellos) orgullosa exposición pública. Me da por acordarme de la cueva de Altamira y tiemblo con efecto retroactivo. No peroré sobre eso en Hyde Park, subido a un cajón, porque ese día no había nadie que lo hiciera, y no era cosa de significarse tanto. Tampoco disponía yo de ningún cajón. Hyde Park es casi inabarcable. A lo mejor fue que nos distrajimos mucho con las monerías confianzudas de las ardillas o admirando árboles que desafiaban, dispersos en la amplitud del césped, cualquier sentido de la medida, pero fueron pasando las horas y no era para quedarse extraviado en las veredas cuando llegó la oscuridad. De noche, mejor perderse por las callecitas del Soho, de casitas de poca altura y ambiente gay y cosmopolita. Está a tope de restaurantes, locales para alternar y teatros, aunque también hay bombonerías (Lo recuerdo muy bien porque entramos en una y el chocolate era exquisito y el clavo, cuantioso). Cenamos en una pizzería, sentados ante una barra adosada a una gran cristalera, tras la que no cesan de pasar transeúntes. Ellos nos miran y nosotros los miramos. Como hemos leído que esta zona es hábitat del artisteo y la bohemia, los observamos con curiosidad, y no será hasta después cuando pensemos que tal vez sean, también, turistas (incluso alguno tenía cara de francés). El barrio chino es otra alternativa. La única pega  es pensar que, luego de visitarlo, ya no valdrá la pena viajar a China (con las ganas que tengo), que ya está ante ti. Lo dicen los farolillos rojos que sobrevuelan las calles, y las lavanderías, supermercados, peluquerías, farmacias, con clientes chinos y dependientes que también lo son. Me quedé deslumbrado viendo cómo, al otro lado de una vidriera, unos cocineros elaboraban, a la vista de los paseantes, bolitas de carne. Trabajaban a un ritmo vertiginoso, con limpieza y eficiencia, sin levantar la vista (les daría algo si nos viesen, a los pasmados, escrutándolos sin disimulo alguno).
                      (Continuará...)


miércoles, 21 de noviembre de 2012


IMPRESIONES DE UN PROVINCIANO EN LONDRES (1)


En las calles de Londres he visto que siempre hay, no importa si es de día o de noche, alguien que arrastra una maleta. Las maletas suelen ser pequeñas, de esas que caben en las cabinas de los aviones, y llevan ruedas. A eso del mediodía es muy frecuente ver a gente que, mientras camina, come, sin el más mínimo recato ni sentido del pudor. Los ingleses muy a menudo dicen sorry, casi podría pensarse que buscan ocasiones que justifiquen la pronunciación de esa palabra. A lo mejor no se tropezarían tanto si no formase parte de su vocabulario (pero esta suposición no deja de ser una maldad). Si te subes a un autobús, que son casi siempre rojos y a menudo de dos pisos, es fácil que el conductor sea negro o indio (de la India, no americano) y que aproxime tanto su vehículo al que va delante en una parada o un atasco que resulta muy difícil al viajero no prepararse físicamente para un choque inminente (o sea, exhalar un grito leve, experimentar un aumento súbito de pulsaciones, agarrarse a donde se pueda). En algún taxi, sería de tontos no regatear cuando el trayecto es largo: a nosotros nos bajaron 20 libras (de 120) para ir al aeropuerto de Stansted (volábamos con Ryanair). Por cierto que la cola para conseguir un asiento en el bus de bajo coste que nos había traído desde el citado aeropuerto a la ciudad nos hizo dudar de que estuviéramos en suelo británico, o quizás nos llevó a verificar que en todas partes cuecen habas: durante alrededor de una hora hubimos de soportar una temperatura gélida, mientras esperábamos asiento en una aglomeración bastante desorganizada. El frío de noviembre es intenso, particularmente cuando se combina con el viento racheado, que aprovecha cualquier resquicio en la vestimenta para no dejar a salvo ni el tuétano de los huesos. Viene a cuento esta digresión meteorológica porque sirve para constatar la resistencia a las bajas temperaturas que han desarrollado los nativos. En la City, por ejemplo, topamos con cantidad de ejecutivos que salían en fuga de bancos y oficinas de grandes empresas (era la hora del almuerzo frugal), muchos a cuerpo gentil, trajeados en tela fina y, algunos, a mayores, con un abriguillo corto y desabrochado. Y la piel que asomaba a las mujeres por el escote no era de gallina. Siempre he admirado en los súbditos de Su Graciosa Majestad (que enseguida tendrá su papel en esta historia) su fino sentido del humor. Desde ahora, he de añadir otro motivo más para calibrar sus méritos, esa fortaleza física que, con independencia de su envergadura, los vuelve imperturbables a las inclemencias con que castiga el cielo su atrevimiento por vivir tan en el norte. A lo mejor, pero no estoy muy convencido, es el té lo que los calienta por dentro y por eso yo, que salgo de Londres sin catarlo ni siquiera a las cinco de la tarde, andaba por allí tan aterido. Pero lo que tenía pensado contar desde el principio es que he descubierto que los ingleses hablan inglés. Esto, que a primera vista podría parecer una perogrullada, deja de serlo si se considera la aviesa intención que me guía al enunciarlo. En efecto, quiero decir que otras lenguas las ignoran o por lo menos se comportan como si no las conocieran.  Me replicarán que quién lo fue a contar, y no les falta razón, pues soy uno de esos españoles que solo  entiende a los demás en español, pero es que yo a ellos los creía más estudiados. Aunque, ahora que caigo, en su caso la falta de un interés ostensible por el bilingüismo tal vez venga dada porque su idioma ha devenido en una forma peculiar del esperanto, un medio de comunicación universal. Pese a lo que se oiga, la comida en Inglaterra es buena y variada: siempre puedes echar mano de un restaurante chino o de un italiano, por ejemplo. No hace falta dejar propina, es más, si la dejas te pasas de listo (o, más bien, de bobo), porque ya te la incluyen en la cuenta, y ronda el 12,5 % del total de la factura.
                    (Continuará...)

sábado, 17 de noviembre de 2012


“TIEMPO DE VIDA”, de Marcos Giralt Torrente

Siempre me asalta la misma duda. No sé si llamar novela a este tipo de literatura, que remite a la vida real del autor. No ignoro que este, de alguna manera, se transforma en personaje literario, e igual ocurre con su entorno, alterado por la perspectiva o el sentir. Pero si lo que predomina es la intención de reflejarse, tal vez fuera preferible catalogar a estas obras como relatos autobiográficos novelados.
   “Tiempo de vida”, escrita en primera persona, con un estilo directo, de frase breve, es un texto intenso. En ocasiones, la concisión se desborda y tras el punto y aparte solo aguarda una palabra, que reclama para sí todo el espacio y la atención. O, por el contrario, usa de estructuras reiterativas, sirviéndose, insistente, de la anáfora. Pero el lirismo, más que en el lenguaje, se concentra en la sustancia de lo narrado, la relación del autor con su padre, separado de su madre, y, por tanto, aunque no totalmente, de él mismo, en un antes y un después de que el progenitor se vea afectado por una grave enfermedad.
    En ese recuerdo de lo que fue, impera el discurso cronológico, con alguna mención anticipatoria de su final. La cronología se amalgama con el fragmentarismo, lo que siente se trasluce en las anécdotas seleccionadas, que son como breves pinceladas de sus encuentros o desencuentros con el padre, cómo le afectan. Pero también hay lugar para  interludios que ofrecen interpretaciones, datos, momentos para la introspección o, incluso, reflexiones casi filosóficas. Lejos de ser percibidos estos incisos como obstáculo para el desarrollo de la trama, son un medio para profundizar en ella.
   En un relato tan íntimo, las referencias contextuales pasan a segundo plano, son rápidas y hacen ver cómo vivieron hechos trascendentes los protagonistas. La misma razón justifica la escasa importancia que adquieren los personajes secundarios, salvando, en buena medida, a la madre y, en la última parte, a “la amiga que (su padre) conoció en Brasil”.
   Hay una confesión, un desnudarse del alma a través de los hechos contados, que sitúa al lector ante al narrador y su padre. Parece una cuestión meramente personal, suya. Si solo fuera eso, el lector sería una especie de voyeur literario, que se acercaría al libro con afán de hurgar en las interioridades familiares del autor. Pero el interés, a medida que nos adentramos en el texto, se revela otro, que lo trasciende y lo engrandece: incide en un tema, las vivencias en la relación paterno-filial, que a todos afecta. Seguramente por eso me ha emocionado tanto, sobre todo la segunda parte, más honda, más profunda, pese a su admirable sentido de la medida, a su contención. Creo que si hubiera llegado a llorar –a lo mejor se me ha escapado alguna lágrima- lo haría mansamente, no con un llanto incontenible. Conmovido más que sentimentalmente desbordado. 

jueves, 15 de noviembre de 2012


LA HUELGA GENERAL

Ayer, 14 de noviembre (14N), fue un día diferente a los demás. Se me hizo extraño no entrar en el supermercado, ni detenerme ante el quiosco a comprar el periódico, pasar de largo por la panadería, no hacer un alto para tomar un café en una cafetería, arreglarnos con lo que había en casa.
   Lo peor, cuando sucede lo malo, es hacer como si no ocurriera nada. Había que paralizar la vida, precisamente para que no se paralice la vida: para que no se quede parado el que todavía trabaja, o el que ya lo está pueda emprender al fin el camino hacia alguna fábrica, colegio u hospital. O para que no acabe definitivamente inmóvil alguno de quienes se quedan sin piso.
   Me he sentido muy bien dejando de circular por las aceras para tomar la calzada, sumando mi voz a un grito que no salía solo de las gargantas, que se hacía también de pancartas que hablaban por quienes marchaban en silencio, de mucho pito y mucho tambor, de tanta gente como había.
   Éramos una marea humana, que avanzaba por calles y avenidas y clamaba desde el silencio de las máquinas o las aulas y los despachos, y llevaba consigo y dejaba tras de sí un mensaje comunal y compartido, solidario y reivindicativo.
   Los que están enfrente, del otro lado, en las alturas, ¡qué solos se deberían de sentir! ¡O que mal acompañados! ¿Se harán, también, los sordos, para no escuchar y cambiar el rumbo?

lunes, 12 de noviembre de 2012


DESAHUCIO DE LA VIDA

   Se llamaba X. Era un personaje anónimo, fuera de su pueblo no se le conocía, hasta que se murió. No murió porque le hubiese llegado su hora, de viejo o porque una enfermedad hubiese dado término a su camino, ni siquiera por un desgraciado accidente, sino porque anticipó el momento en que le correspondería morir.
   Indigna pensar que el suicidio de X podría haber sido evitado. Habría bastado algo tan simple como un poco de humanidad.
    Pero la banca carece de entrañas. Sus balances y sus cuentas no se nutren de actitudes compasivas, la solidaridad social es un concepto que le resulta ajeno. En cambio, asume de buen grado que todos paguemos sus débitos.
   Desde hace unos días dicen que van a cambiar la ley de desahucios, pero por qué no lo hicieron antes. Cuentan que data de hace un siglo. ¡Cuánto tiempo tuvieron! Tal vez si la hubieran modificado, entonces X no se habría sentido empujado a cerrar sus ojos para siempre. Todavía tendría unos cristales a través de los que mirar la calle, estaría dentro y no fuera, expulsado, sin casa, como otros trescientos cincuenta mil en los últimos años de España.
   P. E. No he escrito nombres, aunque eso no significa que no los tuvieran. Eran exactamente como uno cualquiera de nosotros.

martes, 6 de noviembre de 2012


PLASENCIA, EVOCADA

Suele suceder los días de sol.
   A veces experimento la sensación de que no dejé Plasencia, es más, me da la impresión de que seguiré allí para siempre. En tales momentos me vienen a la mente, sin orden ni concierto, quizás por lo poético de sus nombres o por el encanto de su trazado, la calle Blanca, las del Sol y el Verdugo, la Rúa Zapatería, el Cañón de la Salud o el Resbaladero de las Capuchinas. Entonces es como si emprendiese un paseo ideal y fragmentario, hecho de retazos.
    En ese vagabundeo por los recovecos de la memoria, me detengo de cuando en cuando a admirar el detalle que descubría antaño en un monumento y que se me había pasado por alto en otras ocasiones. Pueden ser las cinco rosas en el escudo que corona el balcón partido de la casa del Deán o el pensil que llama a la mirada desde lo alto de los muros del palacio de Mirabel. Tal vez sea el abuelo Mayorga, que amaga con tocar las campanadas en la torre del Ayuntamiento, o el atrevimiento de un relieve de la sillería del coro de la catedral nueva.
   Ante  la fachada plateresca de ese templo me veo haciéndome de nuevo la pregunta de siempre, por qué estarán vacías sus hornacinas, qué pasó con las imágenes que debían albergar, y una vez más me propongo consultarlo a algún erudito local. No muy lejos, la casa de las Dos Torres me devuelve a la magia de los cuentos, cuando contaba a mis hijas que esa era la mansión de Blancanieves y ellas jugaban a creerlo. Y en la plaza Mayor vuelvo a ser uno más entre los que desde hace siglos acuden a Los martes  en procura de alguna fruta u hortaliza, o cualquier producto artesanal, si no es por el mero placer de sumergirse en una estética de colores y de formas.
   Con la ciudad, me asomo, en el parque de la Isla, al río Jerte, que viene de un valle de cerezos y cede a la tentación de acercarse, tal vez por capturar alguna imagen en el reflejo de sus aguas antes de perderse camino de su destino.
   Si apetezco de una vista panorámica, subiré a lo alto de las murallas o a la ermita de la Virgen del Puerto, y me sentiré, si es primavera o verano,  uno de los cernícalos primilla, cigüeñas o   vencejos que cruzan el  azul. Como ellos, en el fondo continúo allí o, mejor dicho, esa ciudad que ha de placer a Dios y a los hombres como reza en latín la leyenda de su escudo, forma parte de mis hechuras,  como recuerdo vívido, como emoción que se mantiene en el alma.
   Y es que ya lo decía Lope de Vega en uno de sus sonetos, dedicado al amor:”Quien lo probó, lo sabe”.