martes, 5 de marzo de 2013


DE QUÉ ME SIRVIÓ ESTUDIAR ÁRABE

Sucedió hace ya tiempo.
   Quien sabe si el calor o el estado nervioso producido por tanta novedad como veía en Marruecos, el caso es que me resultaba difícil conciliar el sueño. En demanda de remedio para ese mal, entré en la primera farmacia que encontré, que resultó ser naturista. Un  dependiente que chapurreaba español me mostró unas semillas y, mientras procedía a examinarlas, se puso a hacer comentarios en árabe con otro allí presente. Por fuerza serían jocosos, pues los acompañaban de risas.
   Me indicaron el nombre de la planta cuando se lo pregunté. Quise que me lo escribieran y lo hicieron en su lengua, pero mal, y se lo advertí, que no ponía lo que me acababan de decir. Aunque mis estudios de árabe en la universidad quedaban lejos, todavía no había olvidado el alfabeto.
   Dejaron entonces  su talante risueño y me miraron alarmados. ¿Conocía yo su idioma? Los burladores, burlados, pensé, al notar cómo les cambiaba la cara, que adquirió de pronto una tonalidad casi colorada. A saber qué habían estado hablando de mí,  y en voz alta y sin recato alguno, en la creencia de que no les entendía, cosa de la que empezaban a no estar tan seguros. Yo, lejos de deshacer su error, esbocé una mirada que quiso transmitir un cierto enojo y reconvención por lo que supuestamente había escuchado.
   Excuso decir que no volvieron a dirigirse uno al otro la palabra y que rehuyeron todo contacto visual conmigo. Es más, el que me atendía estaba tan azorado que se olvidó incluso de regatear el precio del producto, y yo salí de su tienda convencido de que, con tal de ahorrarse mi presencia, me lo había vendido a precio de saldo. Claro que, a cambio, he de reconocer que no lo consumí, desconfiando de lo que pudiera ser.

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