miércoles, 20 de marzo de 2013


EN EL LUGAR DEL OTRO

Eran mis primeros años como profesor. Yo daba clase en Gijón a alumnas que no pasarían de quince años. Les enseñaba Lengua Castellana, y lo que me interesaba  más era que aprendieran a escribir correctamente. Por eso me quemaba las pestañas delante de sus ejercicios y las correcciones se volvían interminables. A menudo mis anotaciones en sus exámenes ocupaban más espacio que sus respuestas.
   Hoy quiero hablar de un asunto que me trajo de cabeza. Fue cuando se me ocurrió que hicieran una redacción sobre el mundo gitano. Confieso que, quizás por primera vez en mi vida como docente, al leer lo que habían escrito dejé de fijarme en la forma para atender exclusivamente al contenido. También es verdad que no era para menos.
   De sus bolígrafos habían salido todos los tópicos imaginables, siempre negativos. Los peores lugares comunes que se oían entonces -¡cuarenta años atrás!- y se oyen aún hoy a gentes poco aficionadas a pensar estaban en sus cuadernos.
   Sentí que no podía limitarme a poner la coma que faltaba o a corregir una falta de concordancia o de ortografía, por gruesa que fuera. Tampoco quería enzarzarme en una discusión que preveía interminable y de dudosa conclusión, dada la fuerza con que suelen arraigar prejuicios ancestrales. Después de mucho darle vueltas, decidí recurrir a las emociones más que a la lógica y el razonamiento. La idea de qué camino tomar me vino a partir de una pregunta que me formulé, retóricamente, durante la lectura de sus comentarios. ¡Si estuvieran ellas en esa situación...!, me decía, apesadumbrado, a mí mismo.
   Y eso fue lo que hice, ponerlas en situación. Les propuse que se imaginaran gitanas. Ahora ya no se trataba de verter opiniones, sino de crear un personaje y sus vivencias, a partir de un yo inventado. Porque, en efecto, les pedí que escribiesen en primera persona. Debían tener a mano sus redacciones anteriores, que les devolví, para que no olvidasen en qué sociedad vivirían, cómo se valoraba en ella el mundo que iba a ser el suyo, qué contexto se encontrarían.
   El resultado de este ponerse en lugar del otro fue muy bello. Porque, ahora sí, habían empezado a hablar con sentimiento y con humanidad. Solo les faltó decir, como Antonio Machado, que nadie es más que nadie. Seguramente desconocían que, al pasar al otro lado, estaban haciendo verdad uno de sus versos.

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