EN EL LUGAR DEL OTRO
Eran mis primeros años como
profesor. Yo daba clase en Gijón a alumnas que no pasarían de quince años. Les
enseñaba Lengua Castellana, y lo que me interesaba más era que aprendieran a escribir
correctamente. Por eso me quemaba las pestañas delante de sus ejercicios y las
correcciones se volvían interminables. A menudo mis anotaciones en sus exámenes
ocupaban más espacio que sus respuestas.
Hoy quiero hablar de un asunto que me trajo de cabeza. Fue cuando se me
ocurrió que hicieran una redacción sobre el mundo gitano. Confieso que, quizás
por primera vez en mi vida como docente, al leer lo que habían escrito dejé de
fijarme en la forma para atender exclusivamente al contenido. También es verdad
que no era para menos.
De sus bolígrafos habían salido todos los tópicos imaginables, siempre
negativos. Los peores lugares comunes que se oían entonces -¡cuarenta años
atrás!- y se oyen aún hoy a gentes poco aficionadas a pensar estaban en sus
cuadernos.
Sentí que no podía limitarme a poner la coma que faltaba o a corregir
una falta de concordancia o de ortografía, por gruesa que fuera. Tampoco quería
enzarzarme en una discusión que preveía interminable y de dudosa conclusión,
dada la fuerza con que suelen arraigar prejuicios ancestrales. Después de mucho
darle vueltas, decidí recurrir a las emociones más que a la lógica y el
razonamiento. La idea de qué camino tomar me vino a partir de una pregunta que
me formulé, retóricamente, durante la lectura de sus comentarios. ¡Si
estuvieran ellas en esa situación...!, me decía, apesadumbrado, a mí mismo.
Y eso fue lo que hice, ponerlas en situación. Les propuse que se
imaginaran gitanas. Ahora ya no se trataba de verter opiniones, sino de crear
un personaje y sus vivencias, a partir de un yo inventado. Porque, en efecto,
les pedí que escribiesen en primera persona. Debían tener a mano sus
redacciones anteriores, que les devolví, para que no olvidasen en qué sociedad
vivirían, cómo se valoraba en ella el mundo que iba a ser el suyo, qué contexto
se encontrarían.
El resultado de este ponerse en
lugar del otro fue muy bello. Porque, ahora sí, habían empezado a hablar con
sentimiento y con humanidad. Solo les faltó decir, como Antonio Machado, que nadie es más que nadie. Seguramente
desconocían que, al pasar al otro lado, estaban haciendo verdad uno de sus
versos.
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