domingo, 10 de marzo de 2013


LA SEÑORA DALLOWAY”, de Virginia Wolf

Se nos ofrece en esta novela un día en la vida de varias personas del Londres de los primeros años veinte, el siglo pasado. Algunas están presentes en todo el argumento, aunque sea discontinuamente; otras surgen para desaparecer de inmediato, no sin dejar  huella.
   Ordenan el transcurrir de las horas las campanadas de un reloj, el Big Ben. Casi no sucede nada más que el tiempo y el pensamiento. Y luego están los vaivenes entre la actualidad y el pretérito. Porque el tiempo se proyecta también hacia atrás. Los protagonistas recuerdan cómo eran de jóvenes, en contraste con lo que son, y ponen de relieve las relaciones que mantenían entre sí entonces y las que mantienen ahora.
   Los personajes principales son Clarissa Dalloway y Peter Walsh.  Hay que destacar la insatisfacción vital que, bajo una apariencia convencional y acomodaticia, asoma de cuando en cuando en ella, y también, de modo mucho más perceptible, en él, y cómo entrevemos el tortuoso sentir del uno hacia el otro. No obstante, son para mí dos secundarios –Séptimus y Rezia- los que adquieren mayor interés, el uno por su locura y la otra, su mujer, por su desconcierto, su ternura, su sufrimiento.
   Con todo, lo peculiar es cómo se hila el discurso de la narración, que aparece dominado por el fluir del pensamiento. La trama avanza no a través de lo que refiere la voz narrativa, que es mínimo, sino de las sensaciones, recuerdos o reflexiones de los personajes. Estos actúan e interactúan entre sí, pero lo sustancial son sus constantes monólogos interiores. No importa lo que ocurre fuera, sino dentro de cada uno, en este ejercicio de introspección múltiplicado.
   Como en todo discurso mental, se pasa de un tema a otro a menudo sin transición ni nexo lógico, debido a una evocación repentina o por algo que sucede en el exterior. Debe señalarse el excelente y caótico fluir de imágenes del perturbado Séptimus, desde mi punto de vista quizás lo mejor del libro.
   Resulta llamativo cómo un personaje releva a otro en su discurrir. El recorrido de un automóvil -¿de la Reina, del Primer Ministro, del Príncipe?- o el de un avión que escribe en el cielo, hacen, por ejemplo, que quienes hallan a su paso vayan cediéndose el testigo en sus divagaciones. Aunque mayor relevancia adquieren, para ese cambio de protagonismo en el pensar,  los encuentros de unos con otros: se nos descubre entonces cómo se ven mutuamente, o la repercusión que tiene para ellos el otro. Ese procedimiento da pie, cuando el encuentro es simplemente visual, entre desconocidos, a curiosas confusiones entre interpretación subjetiva y realidad objetiva.

      El lenguaje es ampuloso, a menudo de largo período oracional, que el pensamiento mana sin interrupciones. Y el adjetivo se torna valorativo, porque todo se muestra desde el ser íntimo de cada individuo...

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