miércoles, 27 de marzo de 2013


LOS CANCHOS DE RAMIRO

El camino desciende siempre. A veces parece remansarse, como si se conformase con el nivel alcanzado. Pero enseguida muestra lo ilusorio de esa sensación y reanuda sin tardanza la bajada, como queriendo conseguir en el río el frescor que le niega obstinadamente el encinar. Los árboles, demasiado dispersos en la dehesa, no llegan a  guarecerlo con su sombra. Solo se vuelven prietos hasta lo impenetrable en los altos que, lejanos, nos custodian. Ha faltado allí la mano que escardara para facilitar el pasto, y un júbilo de bosque se expande por doquier. A su amparo se refugia el jabalí, sestea el ciervo, caza la jineta, anida el azor... ¡Quién sabe cuántas pupilas se abren a nuestro paso, alertadas por un tropezón o por una palabra  más alta que otra…! Nos verán, entonces, caminar por el carril, detenernos de cuando en cuando al lado del jaral florecido, escuchar el canto de un pájaro o seguir su vuelo. Como no saben contar, siempre ignorarán  cuántos somos.
   Ya en nuestro destino, antes de que la senda se precipite risco abajo al encuentro del agua, se amplía en breve explanada. En esa anchura se destacan varias encinas. Enfrente, al otro lado del río, asoma la línea quebrada de un roquedo, que en un punto se desploma y dibuja una portilla, por donde salva la sierra el Alagón. Semeja ese canchal el espinazo de un gran reptil partido en dos mitades. Parece la de la derecha la silueta de un dinosaurio sin catalogar, a la que no faltan la giba y la cabezota; la de la izquierda baja progresivamente, dibujando gradas irregulares, como peldaños de una escalera de gigantes, el último de los cuales se inclina con respeto hacia el cauce fluvial.
   Descansamos al abrigo generoso que nos ofrece una encina. No estamos justo debajo de su copa, pero sí en su perímetro de sombra. Tumbados panza arriba, vemos, encima de nosotros, los racimos ocres de sus flores, que despuntan entre el verde apagado de las hojas. Luego está el cielo, tan transparente como si se tratase de las esferas de cristal que imaginaron los antiguos circundando a la Tierra, para albergue de los astros. Apenas el velo blanquecino de una nube corta de ambiciones, próxima a disolverse, estorba el azul, y la mirada se vuelve profunda al encararlo. Una bandada de buitres entra y sale de nuestro campo de visión, con el calmo despliegue de sus alas. Contagiadas por su apacible discurrir, dos águilas perdiceras olvidan momentáneamente la ferocidad de su ser y ciclean también. A unos y otras se los lleva el aire.
   Nosotros permanecemos inmóviles, a la espera de lo que puedan traernos otros vientos. Algo después, una cigüeña negra, que se encamina hacia el canchal, cruza la altura. Nos dejamos serenar por esa paz.

Post scriptum- Los Canchos de Ramiro están en las cercanías del pueblo cacereño de Cachorrilla. En el carril que tomamos al abandonar la carretera, hay toros bravos. Ojo con bajarse del coche, pues, o con dejar abiertas las portillas. El automóvil lo dejamos en un punto donde se levanta un cortijo. Es donde empieza la ruta a pie descrita. Así era, al menos, cuando yo la hice. Aunque ya ha transcurrido el tiempo. 

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