LOS CANCHOS DE RAMIRO
El camino desciende siempre. A
veces parece remansarse, como si se conformase con el nivel alcanzado. Pero
enseguida muestra lo ilusorio de esa sensación y reanuda sin tardanza la bajada,
como queriendo conseguir en el río el frescor que le niega obstinadamente el
encinar. Los árboles, demasiado dispersos en la dehesa, no llegan a guarecerlo con su sombra. Solo se vuelven prietos hasta lo impenetrable en los altos que, lejanos, nos custodian. Ha
faltado allí la mano que escardara para facilitar el pasto, y un júbilo de
bosque se expande por doquier. A su amparo se refugia el jabalí, sestea el ciervo,
caza la jineta, anida el azor... ¡Quién sabe cuántas pupilas se abren a nuestro
paso, alertadas por un tropezón o por una palabra más alta que otra…!
Nos verán, entonces, caminar por el carril, detenernos de cuando en cuando al
lado del jaral florecido, escuchar el canto de un pájaro o seguir su vuelo.
Como no saben contar, siempre ignorarán cuántos somos.
Ya en nuestro destino, antes de que la senda se precipite risco abajo al encuentro del agua, se amplía en breve explanada. En esa anchura se destacan
varias encinas. Enfrente, al otro lado del río, asoma la línea quebrada de un
roquedo, que en un punto se desploma y dibuja una portilla, por donde salva la
sierra el Alagón. Semeja ese canchal el espinazo de un gran reptil partido en
dos mitades. Parece la de la derecha la silueta de un dinosaurio sin catalogar,
a la que no faltan la giba y la cabezota; la de la izquierda baja
progresivamente, dibujando gradas irregulares, como peldaños de una escalera de
gigantes, el último de los cuales se inclina con respeto hacia el cauce fluvial.
Descansamos al abrigo generoso que nos ofrece una encina. No estamos
justo debajo de su copa, pero sí en su perímetro de sombra. Tumbados panza
arriba, vemos, encima de nosotros, los racimos ocres de sus flores, que
despuntan entre el verde apagado de las hojas. Luego está el cielo, tan
transparente como si se tratase de las esferas de cristal que imaginaron los
antiguos circundando a la
Tierra , para albergue de los astros. Apenas el velo
blanquecino de una nube corta de ambiciones, próxima a disolverse, estorba el
azul, y la mirada se vuelve profunda al encararlo. Una bandada de buitres entra
y sale de nuestro campo de visión, con el calmo despliegue de sus alas. Contagiadas
por su apacible discurrir, dos águilas perdiceras olvidan momentáneamente la
ferocidad de su ser y ciclean también. A unos y otras se los lleva el aire.
Nosotros permanecemos inmóviles, a la espera de lo que puedan traernos
otros vientos. Algo después, una cigüeña negra, que se encamina hacia el
canchal, cruza la altura. Nos dejamos serenar por esa paz.
Post scriptum- Los Canchos de Ramiro están en las cercanías del pueblo cacereño de Cachorrilla. En el carril que tomamos al abandonar la carretera, hay
toros bravos. Ojo con bajarse del coche, pues, o con dejar abiertas las
portillas. El automóvil lo dejamos en un punto donde se levanta un cortijo. Es
donde empieza la ruta a pie descrita. Así era, al menos, cuando yo la hice.
Aunque ya ha transcurrido el tiempo.
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