miércoles, 17 de abril de 2013


DIVAGACIÓN EN UNA MAÑANA DE ABRIL

Abro la ventana al día y un cerezo me trae la primavera en la blancura de sus flores. A ras de suelo, margaritas diminutas compensan su pequeñez con un número fuera de todo cálculo. Hay tantas que compiten con el verde de la hierba por hacerse ver. Me fijo entonces en que los tilos no son ya solo tronco y ramas, pues hojas, todavía tiernas, empiezan a darles color y a dibujar una promesa de futuras espesuras. Quizás también les hayan nacido brotes nuevos a la encina, los olivos y los acebos, que me parecen hoy más frondosos que ayer.
   La camelia de bajo el balcón se deshoja en pétalos rojos, que quedan esparcidos a su alrededor, como si entonaran un réquiem por el invierno ya ido. Y en la lejanía, el sol se empeña en borrar  de las montañas las últimas hebras de nieve que aún quedan en las cumbres.
   Casi me roza un cernícalo vulgar, que va sin compañía, y, para placer de mis ojos, un instante se entretiene en jugar con el aire y esquivar algún árbol, antes de perderse en el azul, alocado y fugaz.
   Mientras me acaricia la brisa fresca y suave de esta mañana de abril, agradezco estar aquí para contarlo. Se me ocurre que ejerzo de notario de una realidad que adquiere sentido porque yo –u otro cualquiera- se lo doy, pues no sería nada si alguien no la sintiese.
    De pronto, en algún punto, un mirlo se pone a cantar, seguramente una trova de amor.

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