miércoles, 28 de agosto de 2013

PINGVELLIR, EL CAMPO DEL PARLAMENTO  (ISLANDIA, 7)

 Siglos de historia nos contemplan, y un paisaje modelado por la noche de los tiempos, en el sitio de Pingvellir, que andamos. Nos llenamos de naturaleza y oímos ecos del pasado de Islandia, que  tuvo aquí su escenario. Estamos al sur de la isla, a tan solo 45 kilómetros al este de Reykjavik.
   Desplegado en línea casi recta y muy a lo largo, un roquedo elevado, negruzco, hecho de cantiles, enmarca y protege  desde un lateral a un llano amable. Esa planicie, que es poco regular, cae despaciosamente por la vertiente contraria, buscando la cola de un lago, allá donde viene a desembocar un río. Entrega este con mansedumbre su caudal, que brilló antes al saltar como torrente los riscos y se encajonó para atravesar sin tardanza la llanura.
   En la confluencia de río y lago, el agua rompe el herbazal y dibuja isletas verdes y senderos azules. Orillada en la ribera, se estiliza una iglesia con historia.
   Resuenan, a la vista de estos parajes, antiguas voces que nos traen a personajes de antaño. Por los caminos de la memoria llegan gentes venidas de otros puntos de Islandia. Son de los representantes vikingos, que ya en el siglo X eligieron el lugar para la asamblea anual de su  Alpingi o parlamento, cuentan que el primero que hubo en toda Europa y aun en el mundo.
   Imaginamos  a su lögsögumador recitar las leyes desde algún peñasco a los reunidos bajo un sol tibio de verano.
   Cuántas palabras se habrá llevado el viento, qué de acuerdos o de opiniones discordantes, de calma y furia. Y, entremedias, dispersos en la explanada, harían su agosto los mercaderes, formarían corros en torno suyo animadores de toda laya, concertarían bodas familias o casamenteros.
    ¡Tantas presencias invisibles  recreamos, discurriendo por estas amplitudes...!
   Antes de marcharnos, encaramados en un puente de madera, vemos que refulgen monedas en el lecho del río. Hay quien dice que arrojarlas allí garantiza al viajero que volverá. Nosotros nos vamos con el mismo dinero que traíamos. No necesitamos de ningún subterfugio, que ya estamos como presos de un encantamiento. Sabemos de cierto que algún día retornaremos.

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