domingo, 8 de diciembre de 2013

VUELOS EXTREMEÑOS

Son cerca de las cuatro de la tarde y vamos en coche por carreteras que son cacereñas y nos llevan por el oeste y el sur.
   Bajando hacia donde está Alcántara, un alcaudón se aquieta sobre un vallado y una pareja de cigüeñas vuela, lejana y grácil. Los prismáticos nos dicen que son negras, de esas que, contra los usos de sus congéneres blancas, no apetecen de la compañía humana y prefieren para anidar espacios donde mirarse en el agua como en un espejo.
   Un indicador anuncia una bifurcación, que lleva a Membrío. Paramos para espiar a un cernícalo común, que está en el aire. Durante un buen rato observamos su técnica de caza. Como si quisiera hacer bueno su nombre, se cierne a unos quince o veinte metros de altura, moviendo mucho las alas, con la cola desplegada en vistoso abanico y la cabeza, escrutadora, muy vuelta hacia abajo. Una vez y otra se lanza al suelo, donde solo permanece unos segundos.
   El río Salor nos sale al paso. Echamos pie a tierra y andamos sus márgenes. El verde de cerca de sus orillas parece aquí y allá, por lo agujereado, topera. Pero solo es que antes que nosotros han visitado estos parajes los jabalíes, que han hozado en procura de raíces.
   Tras una loma se dejan ver primero un alimoche e inmediatamente luego un buitre común, que desaparecen tan pronto como han aparecido. Vuelve a estar vacío el cielo, pero en un remanso del curso fluvial nos aguarda la oscura imagen de varios cormoranes. Deben de encontrarse muy a gusto, cuando desechan la prisa por huirnos, hasta que estamos muy próximos. Ya en el aire, los acompaña, antes de que se pierdan aguas abajo, una garza cenicienta que nos había pasado desapercibida.
   Después de un trecho, descubrimos que nos vigilan. El oteadero desde el que nos miran es un gran árbol, enhiesto en la ladera. Dos enormes aves están fijando en nosotros su mirada rapaz. Como si nos hubieran dado el alto, detenemos la marcha. Seguro que ya antes nos habían localizado, pero solo se alarman cuando se sienten el centro de nuestra atención. Tratando de no incrementar esa inquietud, disimulamos nuestro alborozo con una inmovilidad que nos resulta casi imposible. Cuando buscamos, con gesto medido, los prismáticos, dejan su posadero y, sobrevolando encinas, se van con soberbios aletazos.
   Eran águilas y eran reales. Nunca habíamos tenido tan cerca otras de su especie y, sin embargo, nuestra ambición por traerlas delante mismo de los ojos nos impidió prolongar este momento mágico.
   Todavía, ya de vuelta, el campo nos regala visiones fugaces. Pastan, no muy lejanos, ciervos que se cuentan por decenas, y nos salen al paso no sabemos cuántas perdices.
   Ocurría todo esto un día 1 de marzo de 1992. Por cierto, las escobas florecían de blanco y el brezo y el romero despuntaban en morado y azul.  En los jarales, los capullos estaban prontos, también, a abrirse.

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