domingo, 6 de abril de 2014

EL PELUQUERO DE PICASSO

Estábamos en octubre de 1986 y en Buitrago (Madrid). Habíamos entrado en un museo dedicado a Picasso. Al pronto, nos sorprendieron sus reducidas proporciones. Se trataba  de una sola habitación tabicada por vitrinas que delimitaban pasillos diminutos. Tras los cristales o colgados de las paredes se exhibían objetos que no destacaban por su número. Unas pocas personas charlaban ante uno de ellos, pero apenas concitaron nuestro interés, orientado a ver y comentar la exposición.
   Admiramos un dibujo titulado Retrato de mi madre, una maravilla de expresividad, pese a la aparente sencillez de sus líneas. Nuestro lugar fue ocupado, enseguida que lo dejamos, por el resto de los presentes. Uno llevaba la voz cantante. Era un señor entrado en años, de baja estatura, calvo y muy hablador, o por mejor decir buen conversador, dado lo receptivo que se mostraba ante sus interlocutores, reorientando su disertación cada vez que lo interrumpían con alguna observación o pregunta.
   Estaba contándoles que aquel retrato había viajado mucho. Incluso en China se utilizaba como modelo para la enseñanza de pintores principiantes. Ante tal muestra de saber, cobró para nosotros el personaje una importancia que poco antes no le concedíamos, y que aumentó aún más cuando caímos en la cuenta de que la mujer de la lámina era su madre.
   Él se apellidaba Arias, era oriundo de Buitrago, exiliado tras la guerra y peluquero y amigo de Picasso. En homenaje a su memoria, había reunido todos los recuerdos personales, regalos del artista o que habían tenido que ver con él, y había fundado aquel museo. Desde que lo supimos, ya no nos despegamos del grupo, y lo que antes celebrábamos con un criterio puramente estético adquirió en adelante una dimensión más afectiva y más viva, coloreada por las anécdotas que aquel hombre iba narrando. Gracias a él, reparamos en detalles que nos pasaran desapercibidos, como la imagen de un toro trazada a lápiz y con los tres colores de la bandera republicana, pintada sobre la primera página de un libro.
   Había también una caja de madera, pequeña y llamativa, decorada a fuego por Picasso. Su interior encerraba los útiles de los que se había servido Arias para arreglarle el cabello y rasurarle la barba. Esa cajita tenía una historia sobreañadida.
   Muerto el maestro, unos americanos se presentaron ante el peluquero para decirle que ya habían decidido en EEUU llevársela allí, e incluso el sitio donde la expondrían. Él les contestó cortésmente que formaba parte de sus objetos personales y no estaba en venta. Ellos sacaron un cheque en blanco, lo firmaron y se lo entregaron, convencidos de que no se resistiría a tamaña tentación. Entonces, malhumorado, les respondió que su amistad con Picasso no había dólares en Estados Unidos que la pudieran comprar.
   No serían los únicos que ambicionarían quedarse con alguna de las muestras de afecto obsequio del pintor. El protagonista fue, en otra ocasión, un presidente de la Peugeot. Había acudido a la peluquería de Arias, que este definía, no sin razón, como única en el mundo: desde su sillón, el cliente contemplaba dos cuencos de barro que Picasso había modelado y decorado. No bien lo oyó, el magnate le propuso cambiarle uno por un coche, luego por dos...
   Al escuchar la negativa con que había replicado el barbero, uno de quienes con nosotros le hacían corro, y cuyo acento revelaba su procedencia catalana, lo abrazó, emocionado, y casi le hizo llorar. Cuando poco después, ante un libro sobre el artista, Arias se refirió a que había sido publicado por el hombre que acababa de mostrarle su afecto, descubrimos que teníamos como compañero al editor Gustavo Gili.
   Muchas cosas de la animada conversación con que nos obsequió Arias se me han olvidado. No así una que prueba el talante solidario del autor del Guernica: un pequeño calendario con las efigies de don Quijote y de Sancho salidas de su mano. Su venta subvencionaba actividades de los republicanos españoles exiliados en Francia... 

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