miércoles, 16 de julio de 2014

TRANSATLÁNTICO, de Miguel Rodríguez Muñoz

Nadie espere encontrar en este relato de viajes la grandeza de una aventura o el temblor de una pasión. Ni mundos exóticos, ni tiempos perdidos. Nada que no resulte previsible en la travesía marítima y confortable de un crucero que llevará al lector desde el puerto de Málaga hasta Brasil, y que el autor narra a la manera de un diario.
   En ese espacio cerrado en que transcurre la travesía no suceden grandes cosas, pero Miguel Rodríguez Muñoz se las ingenia para que lo pequeño se vuelva interesante. Y yo diría que siempre parece estar a punto de ocurrir lo inesperado.
   Asoma toda una tipología de individuos, descritos con pocos, pero expresivos trazos.  Tan escasas palabras dicen tanto de un sujeto que parece biografiado, como si se nos sugiriese su vida entera, la vivida y aun la que le aguarda. La excepción la marcan algunos personajes, presentados con un halo de misterio, como el viejo de la cazadora verde o la bibliotecaria bailarina, que en un tris está de originar una línea argumental paralela.
   En esos apuntes apresurados, la mirada suele tornarse crítica, pero casi nunca ácida, con una ironía leve, que busca la complicidad de una sonrisa más que la burla que da pie a la carcajada. De cuando en cuando, sin embargo, el humor sirve al sarcasmo. Entonces, el retrato se vuelve esperpéntico y nada conmiserativo. Igual sucede con las actividades que entretienen al pasaje o con sus actitudes.
   Más objetiva es la semblanza  que se ofrece del barco, ocasionalmente trufada de datos técnicos, aunque en ocasiones se nos escape la risa a la vista de determinadas comparaciones. Cielo y océano devienen también en protagonistas, y no cansa al lector su reiterada evocación. Por más que habitualmente las nubes entenebrezcan el espacio y el mar aparezca un algo encabrillado, al variar siempre las imágenes con que se les alude, cada vez que se los mienta parece la primera.
   En los puertos donde atraca el buque, el relato abandona la intrahistoria de su microcosmos y se adentra en las ciudades. Las pinta -¡qué importancia adquiere el color!- con una minuciosidad que, paradójicamente, no excluye la síntesis, sin ahorrar, pese al laconismo, imágenes sugerentes y valoraciones. Y la descripción se viste con anécdotas insignificantes, pero significativas, tomadas al paso de sus vagabundeos.
   Con todo, a mí la atención se me ha ido enseguida de lo que se ve a través de los ojos del narrador a su forma de contar. Proporcionar sustancia literaria a un viaje que se anunciaba anodino constituye desde mi punto de vista su mayor mérito.
   Ennoblecen el relato referencias cultas, citas de películas o de libros de género vario, mitos sobre el Mar Tenebroso, y reflexiones cuasi filosóficas, traídas de la mano de lo que se observa o se siente. Y el lenguaje, pese a su aparente sencillez, que abona el uso del período corto y ocasionalmente la frase hecha, abunda en recursos estilísticos. Son imágenes siempre claras de diversa intencionalidad, que embellecen o satirizan, destacan un rasgo o nos enseñan modos distintos de ver la realidad.
   Con este libro he experimentado, en fin, el placer de leer, sin que me espolease la urgencia por conocer lo que ocurrirá, recreándome en cómo se dice lo que va pasando, por nimio que sea.

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