sábado, 20 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (11): VIVIENDO EN BUDISTA

Croan las ranas desde una laguna próxima amagando con darnos la noche. En la oscuridad solo se oye ese canto, monótono y desafinado. Estamos alojados en un shukubo, en Koya-san, un santuario budista. Así llaman a hospedajes con siglos de historia, para descanso de peregrinos.
   La habitación es amplia y durante el día se llena de luz. Dos de sus costados se abren al exterior en sendos ventanales que los ocupan casi por entero. Uno de ellos da a una explanada con un jardín japonés, tras el que asoman montañas verdes; el otro deja ver las delicadas formas de un templo budista. Compensa la belleza de las vistas, que tanto placer traen a nuestros ojos, el ascetismo del decorado interior.
   Ante el segundo mirador se disponen un a modo de velador y dos sillas bajas. Es el único punto donde el suelo es de madera. Todo lo demás se recubre de tatami, que hemos de pisar descalzados. En el centro de la estancia, si queremos sentarnos lo hacemos  sobre un par de cojines, situados a los lados de una mesilla. A las 5 ½ de la tarde, dos monjes la habían sustituido por otras cuatro, aún más pequeñas. Era la hora de una cena rigurosamente vegetariana, servida en cuencos que contienen alimentos de cinco colores y otras tantas texturas (sopa, encurtidos, verduras en tempura, arroz...). Ignoro si la comunidad será abstemia, pero a los huéspedes nos permiten beber cerveza o vino.
   Cuando retiran el servicio, los frailes extienden sobre el suelo dos futones, una especie de colchonetas en las que dormiremos, pues cama no hay.
   Si queremos relajarnos con un baño, hemos de ir a otro edificio. Es un onsen, comunitario, como manda la tradición, uno para hombres y otro para mujeres. En su interior, adosados a una pared, unos banquitos invitan a sentarse, y el cajón con agua que queda a los pies es para que uno se moje bien, antes de introducirse en un estanque donde relajarse. El paso siguiente consiste en retornar al escaño y darse una ducha. Luego, puede estarse cada quien en la pequeña piscina el tiempo que quiera, siempre compartiendo esos momentos con otros.

    De lo que no me acuerdo es de si, después, ya de noche, en la habitación, terminaron de cantar las ranas primero o si fui yo quien dejó de oírlas. El sueño difumina el desenlace de ese dilema en mi memoria.

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