martes, 23 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (12): CON BUDISTAS EN KOYA-SAN

Solo se explica que no hubieran cantado los gallos porque no debía de haberlos. Pero a las 6 ½ de la madrugada ya hacía tiempo que había amanecido en Koya-san. Descalzos, nos aprestábamos a presenciar una ceremonia en un templo budista. Nos acomodábamos sobre el suelo, entre decenas de personas, atentos a lo que sucedía delante de nosotros. Yo confieso que la mirada se me iba de cuando en cuando a los demás espectadores, cuyas actitudes me interesaban. Había fieles innegables, que se distinguían por el fervor de la mirada; aunque predominaban los curiosos con ganas de conocer algo ajeno a sus vidas. Algunos, incluso, se disponían a registrar el acontecimiento en móviles o cámaras fotográficas.  
   Oficiaban tres monjes, uno de mediana edad y mayor masa corporal, y dos más jóvenes y espigados. El espacio no es muy amplio y está lleno de cosas. Soportan ese barroquismo oriental columnas coloreadas, y un baldaquín se yergue en su centro. Protege un altarcillo, ante el cual, de espaldas al público, se sienta el clérigo principal. A su derecha e izquierda, bastante separados, ocupan su lugar los ayudantes.
   Arden velas. El trío entona a coro un canturreo monocorde. A veces solo salmodia el que está a la diestra. Es el mismo que, luego de un tiempo, llama al público a participar. Interpela a una señora con pinta de beata, que se levanta y va a un sitio adelantado. La vemos coger algo de un cofrecillo y llevárselo ritualmente a la frente. Lo deposita luego sobre un recipiente y junta las palmas de las  manos en actitud piadosa.
   Cuando vuelve con todos, anima a quien está a su lado a seguir su ejemplo. Hay un movimiento general de desconcierto, si no es de susto, ante el giro que toma el ceremonial, que amenaza con que pasemos de confiados espectadores a insospechados actores. Con más o menos desenvoltura, unos van relevando a otros. Yo, por si la cadena llega hasta mí, me fijo en los movimientos de quienes me están precediendo. Hasta que alguien renuncia a su turno y quiebra la rueda y nos libera a los que quedamos de interpretar un papel cuyo sentido desconocemos.
   En el aire, junto a la cantinela de los monjes, resuena de cuando en cuando la estridencia de unos platillos o el tañido solemne de una campana. Dura este ritual alrededor de media hora. Los minutos finales se consumen en una charla que nos imparte en japonés el fraile principal, a quien despedimos entre reverencias. De lo que dijo obviamente no entendí nada, pero su voz era muy tranquilizadora.
   De allí nos trasladamos a otro edificio menor donde se celebró liturgia bien diferente. Se trataba de quemar las tablillas de los deseos. En ellas habíamos escrito cada huésped el suyo, previo pago de unos yenes. Ahora, el monje que dirige es uno de los que antes auxiliaban. Actúa con una serie de gestos a los que dota de extraordinaria trascendencia.  Primero forma con los pequeños listones un prisma de maderas, tarea en la que se ayuda de unas tenacillas. Luego les prende fuego, que aviva esparciendo sobre la pira líquidos que extrae de cuencos dorados. Cada movimiento, muy cuidado, parece poseer una finalidad esotérica, casi mágica. En las cercanías, otro religioso recitaba textos y percutía una campana.
   Creo que, atento a registrar lo que sucedía, desaproveché una excelente ocasión para convertirme. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario