viernes, 5 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (7): MATSUMOTO BON BON

Nuestro hotel  daba a la avenida principal de Matsumoto. Desde la habitación, que estaba en las alturas, disponíamos de un oteadero de lujo para seguir la que se estaba armando en la calle. Pero apenas tardamos un instante en salir disparados hacia el ascensor. Demorarse más se nos antojó tan difícil como permanecer admirando la transparencia de un mar en calma un día de calor, cuando todo te llama a sumergirte en su azul. Una fiesta, mejor sentirla de cerca, en particular si toda una ciudad la vive. Y cuando digo “toda” no exagero. Quienes no ocupaban la calzada miraban desde las aceras, o comían o bebían en los puestos callejeros. Y no vi a nadie sin contento entre aquella multitud desmesurada.
   Desde innumerables altavoces, una canción, que siempre era la misma, se empeñaba en sacarnos el ritmo del cuerpo y se venía con nosotros adondequiera que fuésemos. Los pies se van tras la música. Cuesta que se desplacen uno tras el otro, caminar como si tal cosa, desobedecer a los compases de la melodía, o el ejemplo de quienes, a su son, marchan ordenadamente sobre el asfalto, y que se cuentan por (muchos) miles. Sobre todo, cuando sale alguno a invitarnos a que nos sumemos al desfile.
    Precedidos por un abanderado con su enseña respectiva, van agrupados por empresas, por centros de estudio, hospitales, equipos de fútbol, clubes para la práctica de aficiones diversas. Se viste cada formación a su manera, unas veces es el traje al completo lo que las diferencia, como es el caso de unas a modo de geishas, otras tan solo una camiseta, que está serigrafiada. El conjunto serpea infinito y en doble sentido, ocupa las bocacalles y las vías paralelas, no se sabe dónde empieza y si acaba en algún sitio, y dibuja tal espectro de colores que por sí mismo se constituiría en espectáculo.
   A la omnipresente cantinela de la megafonía, yuxtaponen la suya propia, que se hace de una sola palabra –“sore”- entonada al unísono, con variaciones en la cadencia y la intensidad, muy animada. Es la batuta que guía su danza, una coreografía muy breve, elemental y ritualizada, en la que se ayudan de un paipay, que parece volar en sus manos.
   De cuando en cuando, se paralizan para dar lugar a un descanso que no dura. Solo para tomarse, quizá, un aperitivo o un zumo, que porta un carrito que sigue a cada cofradía.
   Así han estado unas tres horas, y si ellos no se cansaban de repetirse, tampoco nosotros de verlos. Si en alguna ocasión pudiéramos volver a Japón, procuraríamos ir a Matsumoto el primer sábado de agosto. Por nada del mundo desecharíamos la oportunidad de encontrarnos de nuevo con el festejo del bon bon, un ceremonial de bienvenida al espíritu de los antepasados que nos ha dejado encandilados…

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