viernes, 26 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (y 13): DE UN TIEMPO AIRADO

¡Qué susto! Eran nuestras últimas horas en el santuario budista de Koya-san. Por la noche, como el edredón abriga más de la cuenta y no hay aire acondicionado, dejamos abierto un ventanal.
   Yo no lograba conciliar el sueño. La culpa la tenía la lluvia, que caía sin pausa desde el atardecer, y con una intensidad que no recuerdo igual. En ocasiones parecía disminuir, pero como para dar pie a una ilusión vana, pues cuando ya cerraba los ojos, tranquilizado, volvía a arreciar. No llovía a cántaros, sino a raudales, azotando con fuerza cuanto hallaba a su paso. Un par de veces me levanté del futón para comprobar que el enorme alero del tejado impedía que se inundase la habitación.
   Pero lo que me preocupaba sobremanera era la que podía armar fuera semejante diluvio. Estábamos en unas montañas recónditas, alejadas de todo. Para descender a los valles que nos llevarían a Osaka en nuestra penúltima jornada en Japón, debíamos tomar un autobús, que transitaría una carretera estrechísima, llena de curvas y cuesta abajo, con muy acusadas pendientes, que se harían vértigo en el funicular que las seguiría, y el primer tren que vendría a continuación, si conseguíamos llegar hasta él, trasegaría por una vía en la que solo él tenía cabida, pues se abría paso con dificultad entre laderas plenas de espesura.
   Yo temía el desbordamiento de arroyos, la salida de madre de los ríos, que algún árbol gigantesco, reblandecida su base, se desplomase sobre la carretera o las vías, o un argayo, y que no pudiéramos salir de donde estábamos.
   En otra circunstancia, con más tiempo por delante, solo sería un inconveniente en el viaje. Pero es que debíamos llegar a Osaka al día siguiente, sábado, pues el domingo, previo paso por Tokio, teníamos que embarcar en el avión.
   Así transcurrió la noche, ojo avizor, sin apenas una cabezada que me alejara, así fuera brevemente, del miedo y con toda el agua que puede albergar el cielo precipitándose en un chorro continuo sobre la tierra.
   Sin embargo, tuvimos suerte. Sobre todo, porque no nos enteramos hasta alcanzar nuestro destino de que habíamos vivido la experiencia de un tifón. Así, nos evitamos ser presa de una angustia aún mayor. 

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