jueves, 27 de noviembre de 2014

MICRORRELATOS (IV)


Este relato, en sí mismo tal vez irrelevante, no es de ficción porque sea inventado. Es más, sucedió lo que dice. Pero rompe con las normas de la lógica de los afectos, trastoca de tal modo el mundo que me resulta imposible reconocerlo, como si alguien lo hubiera recreado para sorprenderme. La frontera que separa la realidad de la fantasía no parece, a la luz de este caso, fija. Antes bien, la segunda se introduce a menudo en los dominios de la primera y hace de la vida un espacio confuso.

Yo hacía cola en la panadería, atento a que no se acabasen las minibaguetes que apetecía. Vagamente, entreví que una señora, que iba de salida, pasaba a mi lado. A mis espaldas, sonaron, nítidas, sus palabras:
-         Ay, cariño, perdona, con lo que te gusta a ti el currusco... Mira que olvidarme... Toma, cielo, ya lo siento…
Me volví, esperando encontrar a una madre pija y a un niño antojadizo y mimosón. Ella quizás respondiera al arquetipo. En cambio, me equivoqué al atribuirle la maternidad de la criatura. A sus pies, se relamía, aguardando la dádiva, un perrito blanco y retozón.

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Quiso vivir un mundo distinto, una realidad paralela a su existencia gris. Se puso a escribir y le salió un personaje que ni siquiera veía anodina su cotidianidad.

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Se disponía a cruzar la calle, pero el semáforo se había puesto en rojo. Estuvo a punto de presionar el pulsador, para que el disco cambiara a verde. Pero solo venía un coche y aún estaba lejos. Se lanzó a la calzada, sin tocar el botón, por no forzar al conductor a detenerse. En la acera de enfrente le abordó un guardia, y lo multó. Por comportamiento incívico, le dijo.

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“Cuántas horas de cuántos días te pasas, Albertina, en la ventana, mirando a la calle, absorta, como si el mundo no existiera, y tú para él tampoco”, la recriminaban familiares y amistades. No sabían que  muchas transeúntes se quedarían sin más historia que la vivida, si dejaba de fabularles a cada instante nuevas existencias.


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