viernes, 24 de abril de 2015



CON LAS HIJAS Y SOBRINAS DE DOÑA RUIDERA


Cada loco, con su tema. En las profundidades de la cueva de Montesinos, soñó don Quijote con encantadas dueñas a las que el hechicero Merlín, compadecido, liberó de su encierro a cambio de que fueran, ya por siempre, lagunas en Ruidera. Y aún de añadidura hizo, del escudero de Durandarte, Guadiana. Esos espacios acuáticos yo los veo ahora, ya en la distancia, desde lo alto de un cerro que camino por la senda del Pie de Enmedio, ya pateando riberas. El río se embosca en las lagunas, como si, olvidado de que su naturaleza le exige fluir, detuviese, por disimularse, su curso cada poco. Entre unas y otras, se levantan barreras de sedimentos tobáceos que han traído los siglos, y que operan a modo de diques de contención, que, no obstante, el agua salva para precipitarse en cascadas. Una orla de juncos y espadañas traza un cordón protector en las orillas y a su encuentro bajan, desde los montículos vecinos, carrascas y matojos de romero florecido. En mi vagabundeo, sorprendo a esquivos habitantes de estos parajes. Un porrón común se hace dos al reflejarse en el agua. Me cuesta localizar a su pareja, que confunde su color con el de la tierra donde empolla sus huevos. Un ánade real nada y corteja a una hembra,  un seguimiento que casi es persecución y que se acompaña de constantes encogimientos y estiramientos de cuello. Y un somormujo lavanco se acerca a su nido, que está en una isleta flotante, con una fineza que ofrecer en el pico. En cambio, no doy con la identidad de la decena larga de limícolas que emprenden el vuelo para retornar obstinadamente al mismo posadero. Las asusta alguna gente, que se les aproxima sin guardar distancias. Nuestros ojos se van, al fin, ahítos de este paisaje deleitoso, que tan solo velan algunos chiringuitos y urbanizaciones que estorban, en ocasiones, la pureza de la mirada.

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