jueves, 14 de mayo de 2015

MICRORRELATOS  (VI)

 
“¡Que viene el lobo, que viene el lobo!”, gritaba el lobo.

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En el balcón de un edificio en ruinas, al que todo el mundo consideraba hacía tiempo amortizado, se alineaba una hilera de tiestos. A ninguno le faltaba una flor, y todas eran rojas.

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Quiso permanecer incólume al paso del tiempo y se prohibió los espejos, para que  no sintiera el corazón lo que no veían los ojos. Un día su mirada tropezó en la barbería  con mechones de cabello caídos al suelo. Eran suyos y eran blancos. Fue como si la vejez hubiera entrado repentinamente en su vida.

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De pronto, lo vio todo oscuro. El mundo se sumió en las sombras y se volvió indistinguible, así lo próximo como lo lejano. Aguardó pacientemente a que se disipara aquella noche. Por fin comenzó a caminar a tientas.

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Al tragarse el cebo, una trucha quebró la inmovilidad de la tarde. En su empeño por liberarse del anzuelo, se entregó a una serie de violentas contorsiones. Al pescador le pareció aquel un esfuerzo inútil, convencido como estaba de que acabaría en el caldero. Pero el pez no entendía que el hombre pusiera tanto empeño en sacarlo del agua, si, al fin y al cabo, no le iba en ello la vida.

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Un buen día, decidió abandonarlo todo y se fue a donde nadie pudiera localizarlo. Arguyó que solo quería preservar su corazón de sentires inquietos. El infeliz desconocía que solo iba al encuentro de sí mismo.

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