MAMÁ
ÁFRICA (3): PRIMER ASOMBRO
Supe
enseguida que la valla tras la que me encontraba estaba electrificada. Me lo
habían advertido y, pese a ello, hube de experimentarlo en carne propia para no
volver a tocarla. Con el ansia por ver bien a dos elefantes que habían venido a
beber a una charca que había del otro lado, me arrimé en exceso a la alambrada
y el trallazo que recibí fue de órdago. Mientras los paquidermos se perdían en
la noche oscura, yo pensaba en los problemas que depara protegerse de lo que
hay fuera…
Estábamos recién llegados a Botsuana, al
norte, en la proximidad de Zimbabue. Nuestro hospedaje desplegaba su encanto en
medio de la naturaleza salvaje, fuera de todo espacio habitado. Son un conjunto
de casitas de madera que se elevan sobre pivotes y se enlazan entre sí mediante
pasillos aéreos. La parte superior de las ventanas es abierta, con una tela
metálica muy fina para evitar que entren insectos. Nunca habíamos dormido bajo
techumbre de paja: pronto comprobaremos lo eficaz que resulta frente al frío de
la noche, cuando la temperatura baja a muy pocos grados sobre cero. No nos
despertaremos ateridos. En cambio, a momentos nos arrancarán del sueño los
ladridos de un perro que avisa de la presencia de hienas merodeadoras…
No llevábamos nada de tiempo en África y ya
habíamos entrado en contacto con su fauna. En la tarde, mientras recorríamos
caminos de arena a bordo de jeeps descubiertos, me había costado ahorrar
exclamaciones de júbilo o de asombro, reprimirme para no extender el brazo y
señalar, por obedecer los consejos que se nos habían dado, ser inaudible y evitar
movimientos que me delatasen.
Nos habíamos dado de bruces con grupos
familiares de elefantes, o con jirafas que semejaban ser puro diseño, creación
de un artista inspirado; con manadas de impalas, cuya estética era la de la
delicadeza. Y ellos a su vez nos miraban, yo diría que hasta con un deje
despectivo los primeros; y recelosos, atentos al peligro que pudiéramos
suponer, con un pie en la huida, los demás.
Dos
jabalíes que sesteaban a un lado de la vereda se habían levantado a nuestro
paso. En mi memoria perviven su basta catadura y una pinta pendenciera en la
que mucho tienen que ver sus colmillos. No mucho más adelante, unas perdices
pardas que llaman francolines y un chorlito andan a la greña con un chacal que
huronea en sus inmediaciones. Los pájaros chillan y despliegan en tierra sus
alas, queriendo centrar la atención del
cánido en ellos, apartándola así, tal vez, de sus nidos, aunque él no parezca
muy dispuesto a dejarse convencer.
Hemos empezado con buen pie nuestra
andadura...
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