martes, 18 de agosto de 2015

MAMÁ ÁFRICA (4): UN LATROCINIO EN EL CHOBE

Visitamos el Parque Nacional del Chobe, que es el río que lo bautiza. Circulamos a bordo de dos jeeps por intrincadas veredas de arena, entre una sabana profusamente arbolada. Solo echaremos pie a tierra una vez en la mañana, allá donde surgen un par de retretes, que resultan tan extraños en estos parajes como si fueran ovnis. Yo me dedico a observar cómo, en las inmediaciones, pelean dos machos de impala, que entrecruzan sus cuernas al lado de algunos facóceros, que ni los miran. Doblan los jabalíes las rodillas delanteras, por acercar la jeta al suelo y así inclinados hozan a su placer. Es entonces cuando sufrimos un robo.
   Alguien alerta de que huye el ladrón que, aunque corre, es como si volara, de la prisa que se da. Su aparente torpeza de movimientos se troca en una agilidad no por desmañada menos eficaz cuando se encarama a un árbol, en un gesto que la sorpresa que nos inmoviliza vuelve excesivo. Es un babuino quien ha castigado nuestro descuido, trepando con desparpajo al vehículo que habíamos dejado sin guarda, haciéndose con un plátano. Otros congéneres suyos no disimulan su interés por emular su hazaña.
   Parece claro que no sólo hemos de cuidarnos de los leones que hay en estas soledades. Se estaban comiendo un elefante cuando los entrevimos a una hora en que todavía el sol daba más luz que calor. Aparecían y desaparecían en torno a la mole caída, lejanos y fantasmales; eran apenas un trazo de color castaño sobre el fondo oscuro de la presa. Pensé que, aun cuando no nos topásemos con otros y la distancia me los difuminase, siempre podría decirme a mí mismo que había vivido un encuentro con ellos en estado salvaje. Y me apresuré a anotarlos en mi cuaderno de los hallazgos. En sus páginas los aguardaban bandos de gallinas de Guinea numerosos; manadas de búfalos que se ponían en guardia a nuestro paso, enfrentándonos sus testuces obstinadas y cuernos poderosos; jirafas que se pasean en soledad o escasamente acompañadas, como si la elegancia casase mal con el gregarismo; cálaos que se echan a volar exhibiendo un robusto pico curvo, que, falto de correspondencia con una figura por lo demás grácil, semeja ser yerro de la naturaleza; tímidos cudus, robustos antílopes rayados de blanco en el lomo y los costados y con una chepa pequeña en el espaldar...
    El bolígrafo no da para apuntar tantos descubrimientos. Alcanzamos la orilla del río Chobe y busco aves en sus riberas y las encuentro, garzas reales y otras blancas, estáticas, encarando el agua como si fuese un espejo en que ocupar las horas contemplándose, cual Narcisos enamorados de sí mismos, aunque si yo fuera pez me andaría con cuidado. Al sobrevolar la corriente, que fluye despaciosa, unas protuberancias, con forma de pequeñas orejas, reclaman toda nuestra atención. Emergen como puntas de iceberg, y revelan a los hipopótamos que hay debajo. Uno se encabalga brevemente en el agua y, aun estando lejano, nos deja sin palabras...

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