viernes, 28 de agosto de 2015

MAMÁ ÁFRICA (6): PURA ESTÉTICA

Son poco más de las seis de la mañana y ya vamos camino de una reserva no muy alejada de Elephant Sands. El amanecer se empeña en convertir el paisaje africano en una postal. Los perfiles inmóviles de las acacias se dibujan a contraluz sobre un fondo en carne viva. El sol, todavía bajo, inicia su escalada celeste y de cuando en cuando despunta por encima de los matorrales, entre las copas esparcidas de los árboles, como un globo de fuego extrañamente frío. Desde su posadero en una rama, un águila parda y grande encara el oriente y nos ve pasar con displicencia. También en la proximidad del asfalto, se aquieta un elefante sin compañía, que nos presta mucha menos atención que nosotros a él.
   Enseguida dejamos la carretera y la sensación de frialdad se atempera. No es sólo que vaya calentándose el día, que aún es muy temprano. Sucede que el jeep aminora mucho la velocidad al circular por pistas arenosas y el aire bate con menos fuerza contra nosotros. A cambio, hemos de pagar el peaje que suponen los baches. Pero el panorama que se va desplegando ante los ojos todo lo compensa.
   Por más que ya los hayamos visto antes, continúan sorprendiéndonos el impala, el búfalo, el facócero, el cudú. Con sus apariciones fugaces, pero reiteradas, se hacen un hueco en nuestra memoria de los prodigios, que no cesa, además, de ampliarse según avanzamos. Cada nuevo descubrimiento empequeñece más el mundo que habitualmente nos acoge, es como una cura de humildad.
   Pájaros recién espabilados nos admiran, más que por la armonía de sus cantos, por la intensidad de sus colores o la extravagancia de sus formas. Las viudas, de desmesurada cola, dejan tras de sí el enigma de su nombre. Las carracas de pecho lila cuando vuelan parecen trozos desgajados de un cielo profundamente azul. Y el alcaudón, una herida sangrante en el aire.
   Abandonamos momentáneamente la ornitología, pero no el placer estético. Solo un instante dura otro avistamiento, el que tarda en ocultarse un animal pequeño,  aparecido en la vecindad de unos arbustos. Se trata de un antílope enano, esquivo y precavido, que no fía su seguridad a la manada, pues, si se tiene la suerte de encontrarlo, siempre estará solo o en pareja. Es como un juguete, una talla a escala reducida de un impala, que no llega al medio metro de alzada.
   Todavía está presente en nuestra conversación cuando el conductor detiene el jeep y orienta nuestra mirada al suelo. En la arena se dibujan huellas de león y son frescas, y se pone en marcha en su seguimiento. Aunque pronto se pierden fuera del camino, ya no olvidaré esa presencia. En adelante, cuando paremos a hacer alguna observación, no sumaré mi atención a donde se dirija la de los demás sin echar una ojeada previa al lado que quede a nuestras desguarnecidas espaldas.

   Antes de volver a desayunar a nuestro alojamiento, veremos cómo refulge el sol en algunas osamentas desperdigadas en la sabana...

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