lunes, 5 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (13): ACUNADOS POR EL OKAVANGO

El Okavango, que antes contemplamos desde el cielo, nos recibe en su seno y nos muestra sus tesoros. Lo que perdemos en perspectiva, lo ganamos en cercanía; a las grandes amplitudes del delta visto desde arriba sucede el detalle de lo próximo. Parece como si navegásemos entre un sinfín de pájaros posados sobre la superficie del río, que no levantasen el vuelo a nuestro paso. Pero sólo son lirios de agua florecidos, nenúfares que la noche pinta de rosa o a los que la luz del día arranca albura. Las orillas se hacen de juncos y papiros, que se arraciman, como una sola planta de innumerables tallos. Entre ellos se levantan árboles y termiteros, visibles por igual en el aire y en el agua que los refleja.
    Vamos en busca de alojamiento, que lo será por una jornada. Es una casa que flota y se desplaza, cuando no está al pairo, que será durante la noche. Se asemeja a  un barco con dos cubiertas: la de abajo, abierta, la ocupan un bar con su barra y su cocina, y un par de largas mesas para comer, que será cenar en nuestro caso; en  la de arriba se destacan, encarados a babor o a estribor, una docena de camarotes dobles y, mirando a proa, dos servicios y otros tantas duchas. Son habitáculos de escasas dimensiones, pero, salvo metros, nada echaremos en falta en su interior, donde gozaremos de amplios ventanales e, incluso, de la protección de mosquiteros.
  Alguien dice que ha visto una serpiente surcando el río. Lo raro es que no iba a ras del agua,  sino erguida, sobresaliendo de pie sobre la superficie. Nos agolpamos en la estrechez de los pasillos para ver tan extraño fenómeno y nos encontramos con un pájaro que parece ser lo que no es. Se trata de una anhinga africana, que nada hundiendo el cuerpo, arreglándoselas para que únicamente sobresalga del agua un cuello que, largo y ondulado, remeda talmente a un ofidio.
   No es el único ser que tienta a nuestra percepción correcta de las cosas. De no saber que el Okavango no ha nacido para conocer el mar, podría pensar que son delfines lo que tenemos delante. Un grupo cruza de un lado al otro el cauce, emergiendo entre sucesivas inmersiones, a la manera en que nadan esos cetáceos. Y sin embargo son nutrias, cuyo tamaño asombra, dada su desmesura.
   Asomarse a cubierta depara más sorpresas. Un cocodrilo de longitud escasa prueba a mimetizarse, inmovilizado entre las grandes raíces de un árbol y casi lo consigue. Es una miniatura, que a nadie asustaría, de encontrárselo en un baño, por demás temerario: no hay cría sin progenitores que le hayan dado la vida. Al poco de iniciar un paseo acuático sin salir de nuestro hospedaje, descubrimos un saurio enorme que sestea al borde de un ribazo y, todo hecho de boca, mete miedo sólo con observarlo, por más a resguardo que se esté.
    Un águila pescadora de cabeza blanca chilla haciendo bueno su nombre de pigargo vocinglero, antes de precipitarse al agua con las patas desplegadas. Cuando, un instante después, remonta el vuelo, un brillo de plata refulge entre sus garras. Que el pez se lo hayan arrojado en nada desmerece la admiración por la precisión con que lo ha atrapado.   

  El anochecer llega como un incendio que se prende tras la desbordante vegetación de la ribera orientada a poniente. Creo que no olvidaré nunca esos cielos de naranja y oro, ese sol que se torna rojo antes de que se lo lleven las sombras, como si quisiera despedirse ritualmente con un grito de color: estos paisajes de África dibujados a contraluz… 

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