MAMÁ
ÁFRICA (13): ACUNADOS POR EL OKAVANGO
El
Okavango, que antes contemplamos desde el cielo, nos recibe en su seno y nos
muestra sus tesoros. Lo que perdemos en perspectiva, lo ganamos en cercanía; a
las grandes amplitudes del delta visto desde arriba sucede el detalle de lo
próximo. Parece como si navegásemos entre un sinfín de pájaros posados sobre la
superficie del río, que no levantasen el vuelo a nuestro paso. Pero sólo son
lirios de agua florecidos, nenúfares que la noche pinta de rosa o a los que la
luz del día arranca albura. Las orillas se hacen de juncos y papiros, que se arraciman,
como una sola planta de innumerables tallos. Entre ellos se levantan árboles y termiteros, visibles por igual en el
aire y en el agua que los refleja.
Vamos
en busca de alojamiento, que lo será por una jornada. Es una casa que flota y
se desplaza, cuando no está al pairo, que será durante la noche.
Se asemeja a un barco con dos cubiertas:
la de abajo, abierta, la ocupan un bar con su barra y su cocina, y un par de
largas mesas para comer, que será cenar en nuestro caso; en la de arriba se destacan, encarados a babor o
a estribor, una docena de camarotes dobles y, mirando a proa, dos servicios y
otros tantas duchas. Son habitáculos de escasas dimensiones, pero, salvo metros,
nada echaremos en falta en su interior, donde gozaremos de amplios ventanales
e, incluso, de la protección de mosquiteros.
Alguien dice que ha visto una serpiente
surcando el río. Lo raro es que no iba a ras del agua, sino erguida, sobresaliendo de pie sobre la superficie. Nos
agolpamos en la estrechez de los pasillos para ver tan extraño fenómeno y nos
encontramos con un pájaro que parece ser lo que no es. Se trata de una anhinga
africana, que nada hundiendo el cuerpo, arreglándoselas para que únicamente
sobresalga del agua un cuello que, largo y ondulado, remeda talmente a un
ofidio.
No es el único ser que tienta a nuestra
percepción correcta de las cosas. De no saber que el Okavango no ha nacido para
conocer el mar, podría pensar que son delfines lo que tenemos delante. Un grupo
cruza de un lado al otro el cauce, emergiendo entre sucesivas inmersiones, a la
manera en que nadan esos cetáceos. Y sin embargo son nutrias, cuyo tamaño
asombra, dada su desmesura.
Asomarse a cubierta depara más sorpresas. Un
cocodrilo de longitud escasa prueba a mimetizarse, inmovilizado entre las
grandes raíces de un árbol y casi lo consigue. Es una miniatura, que a nadie
asustaría, de encontrárselo en un baño, por demás temerario: no hay cría
sin progenitores que le hayan dado la vida. Al poco de iniciar un paseo
acuático sin salir de nuestro hospedaje, descubrimos un saurio enorme que
sestea al borde de un ribazo y, todo hecho de boca, mete miedo sólo con observarlo,
por más a resguardo que se esté.
Un
águila pescadora de cabeza blanca chilla haciendo bueno su nombre de pigargo
vocinglero, antes de precipitarse al agua con las patas desplegadas. Cuando, un
instante después, remonta el vuelo, un brillo de plata refulge entre sus
garras. Que el pez se lo hayan arrojado en nada desmerece la admiración por la
precisión con que lo ha atrapado.
El anochecer llega como un incendio que se
prende tras la desbordante vegetación de la ribera orientada a poniente. Creo
que no olvidaré nunca esos cielos de naranja y oro, ese sol que se torna rojo
antes de que se lo lleven las sombras, como si quisiera despedirse ritualmente
con un grito de color: estos paisajes de África dibujados a contraluz…
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