sábado, 24 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (16): EN LA ISLA SECRETA

Asciende el jefe bayei a la base de un termitero, elevada como pequeño montículo. Gira la cabeza, no olvida volverse para completar el ángulo de visión y abarcar, así, todo el entorno, que lo que no está delante podría hallarse detrás. La mirada es aguda, tensa, escrutadora, y se vuelve cámara lenta para verificar despaciosamente cada detalle. No quiere que se le escape un posible peligro, o pasar por alto un avistamiento que mostrarnos. A donde no alcanza su vista, llega su olfato. “Allí hay un elefante”, afirma de pronto, señalando un bosquete. ¿Por qué lo sabe, si no lo ve? “Huele a tierra mojada, a humedad”, responde. A punto estoy de pensar que habla de farol cuando oigo, nítido, un chasquido de rama desgajada, que viene de donde él acaba de apuntar.
   Íbamos, cuando marchábamos, en fila india. Encabezaba la hilera ese hombre como guía y la cerraba otro nativo, y todos guardábamos un prudente silencio. Reconozco que yo, que había ido a África a ver leones o animales de similar pelaje, hacía votos por que en este trance no se presentaran. Alguna pradera de hierbas altas y ayunas de agua me recordaba los paisajes de sabana entre los que se disimulan los felinos para dar caza a sus presas.
   De cuando en cuando, nuestro mentor, como si pudiese controlar a la vez los alrededores y el suelo, se agacha y examina unos excrementos que a mí nada me dicen, salvo que mejor esquivarlos, y, sin alzar la voz, musita “leopardo”, o “serval”, o “hipopótamo”, y me parece que entonces escruta con aún mayor interés así lo próximo como lo lejano. Quizás ya hayan abandonado esos animales salvajes la isla, tal vez permanezcan aún en las inmediaciones (y en una isla tan pequeña, todo son inmediaciones). Lo único cierto es que han estado aquí, cerca de nuestro campamento, mientras dormíamos. Siento un leve cosquilleo en el estómago, al recordar que esta noche me despertaron unos ronquidos descomunales que no identifiqué como humanos y que sonaban justo al lado de la tienda.
   Miro el paisaje, según lo andamos. Parece la paleta de un pintor que gustase de verdes y amarillos, que se hacen de un arbolado que no llega a constituirse en bosque y de un herbazal que es dominante. Caobos y sicomoros conducen los ojos al firmamento y entre las hojas de los árboles salchicha sobresalen frutos descomunales, como calabacines de buen tamaño, cuyo impacto ninguna cabeza resistiría. Una escasa laguna trae en su azul el cielo a tierra. De la superficie en calma salen volando dos gansos egipcios. El aire que remueven sus alas agita con levedad un reguero de plumas blancas, desperdigadas en la orilla, delatoras de un lance venatorio, cuyo antagonista fue, tal vez, un reptil. Eso, al menos, ha supuesto nuestro guía.
   Es un hombre alto, delgado pero fuerte, que se mueve pausadamente. Anda muy erguido, diría que con elegancia, aunque sin afectación, como si esa derechura le fuese consustancial. Un felino debe haberle prestado sus ojos. Sólo él ha localizado unos kudús que se ocultan en la maleza, a impalas en tierra y a babuinos en una enramada.

   Porta una vara del grosor de una muñeca, cilíndrica y bruñida, como un báculo. Creo haber oído que ostenta la jefatura de los suyos. Por un tiempo, me sé deudor de sus conocimientos. ¡Seríamos tan poca cosa sin él en estos parajes! Menos mal que, por espacio de dos horas, su sabiduría, tan antigua como el tiempo, nutrida de otras vidas y experiencias, fue también nuestra.

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