MAMÁ
ÁFRICA (20): EL LEOPARDO, COMO UNA SOMBRA
Renquea
el jeep por las pistas arenosas de Moremi. Es todavía temprana la mañana, pero
tengo muy abiertos los ojos. Voy mirando con atención los árboles que de cuando
en cuando orillan la derecha del camino. Desecho los de escasa altura y me
fijo, sobre todo, en los de mayor envergadura, allí donde las ramas se abren
formando horquillas.
Por un momento, detengo mi exploración y
presto oído a las llamadas de aviso de los compañeros. Del otro lado de donde
yo atendía, en medio de un espacio despejado, salta un topi. Es un antílope que
trota unos pasos con normalidad y de pronto se eleva verticalmente en el aire,
unos dos metros, y caído al suelo corre de nuevo, para volver a ascender otra
vez, y ése es su modo de huirnos. Dan ganas de aplaudirlo como número de circo,
pero sólo es pura naturaleza, quizás una manera original de desanimar a un
predador con esa demostración de buena forma.
Tan insólita imagen no me lleva, sin
embargo, a olvidar mi anterior dedicación y enseguida que el topi se aleja
retorno a las copas de los árboles. No son ellos los que me atraen, ni las aves
que tal vez alberguen en su seno. A mí lo que me gustaría sería dar con un
leopardo tendido sobre una robusta quima, descansando de una noche de caza o al
acecho de la presa que pueda venir. Ya sé que sería algo extraordinario hallar
a uno de estos felinos, dado su apego por la soledad, pero no imposible, pues
campan por estas heredades. Y al fin, lo que con tanta dedicación busco en las
alturas parece haberlo encontrado el conductor en tierra.
Son huellas, que él dice muy frescas, y
deben de serlo, porque en su seguimiento abandona la pista que circulábamos y
nos adentra en un ramal secundario, que conduce a una hondonada salpicada de
árboles y arbustos. Mueve el vehículo de acá para allá, detiene la marcha o la
reanuda, y todo lo examina con sumo cuidado, y nosotros como él.
“Está muy cerca, ahí mismo”, nos comenta. Aguzo
la vista hasta que me duele, y no lo veo, ni ningún otro lo consigue, por más
que no dejemos matorral sin escrutar. “Se ha escondido, no ha podido ir muy
lejos”, afirma el guía. Y nos aclara que la escandalera de pájaros que oímos al
venir en pos de su rastro era de gallinetas de Guinea, que habrían advertido su
presencia. Tal vez atrapó a una y se ha ocultado a degustar ese botín. Lástima
que nuestros ojos no sean rayos X, pienso, mientras dejamos atrás el lugar. Ver
un leopardo ya sería un sueño, me digo. No obstante, nadie podrá quitarme la
emoción de haberlo sentido tan próximo.
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