MAMÁ
ÁFRICA (23): LA IRRUPCIÓN DEL LEOPARDO
“¡Lo
veo, lo estoy viendo!”, exclamo, como para convencerme, más a mí mismo que a
los demás, de que es verdad, por imposible que parezca. Lo digo conteniendo el
grito, en un susurro que, apenas audible, expresa, sin embargo, la emoción que
me embarga.
Y me equivoco. Me pueden las ganas, la
fuerza del deseo, la oportunidad de hacer realidad un sueño. He creído divisar
puntos negruzcos sobre una piel amarillenta, donde sólo había hojas amarillas
entremezcladas con la oscuridad de una enramada, en un arbusto grande.
Pero ya no está allí el hallazgo de los
hallazgos, donde alguien lo había localizado hace unos instantes, el tiempo que
he tardado en dar con el sitio. Y me llevo la sorpresa de mi vida cuando, al
pronto, me doy cuenta de que mis compañeros miran con interés ya hacia otro lado, y el
leopardo se me mete en los ojos, tan cerca está del jeep, porque en ese escaso
intervalo se ha desplazado. Apenas un par de metros lo separan ahora de
nosotros, que parecemos habernos vuelto invisibles a sus pupilas. Para él no
existimos, es como si nos hubiéramos transformado en un accidente más del
paisaje encantado del río Khwai y sus inmediaciones, donde manda el herbazal,
que coexiste con espacios arbolados.
El tiempo parece haberse ralentizado para
que podamos observarlo a placer, pero sólo es que no lo mueve la prisa. Camina
con un infinito sosiego, y le da el sol, que lo revela en toda su hermosura.
Aprecio la elasticidad de su cuerpo, la belleza del manto moteado que lo cubre,
la largura de una cola que acaba enroscada en la punta. Éste que nos ha tocado
en suerte es un animal musculado y poderoso, y oculta la cara tras un antifaz
negro.
Se dirige, sin concedernos siquiera una
mirada, a un árbol caído, que está a muy pocos pasos. Sobre su basta
superficie, apoya las patas delanteras, en tanto mantiene las de atrás en
tierra, como si buscara elevarse algo, para descubrir lo que hay más lejos. Y
así nos regala un posado que no resultaría mejor si obedeciera a las
indicaciones de un fotógrafo naturalista, ved de qué caprichos se alimentó nuestra fortuna.
Luego de otear hasta donde seguramente
no nos alcanzan los ojos, se encarama todo él arriba del tronco y se
repantinga en una pose que, si le ofrece descanso, resulta menos airosa que la
anterior. De cuando en cuando, emite un ronquido suave. Si era advertencia para
que nos fuéramos, la verdad es que no nos dimos por enterados. Lo mirábamos con
obstinación, como para fijarlo bien en la memoria. Y tuvo nuestra pertinacia
recompensa, que aún volvió al suelo y, unos metros más allá, se emboscó,
tumbándose de tal forma entre la hierba que, aun sabiéndolo allí, dejamos de
distinguirlo.
Desde luego, éstos no son campos para
practicar senderismo, pienso, mientras, reanudada la marcha, va quedando atrás esa imagen, que no
hemos soñado.
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