MAMÁ
ÁFRICA (27): EL VUELO DEL LEOPARDO
Aún
no habíamos salido de la región de Savute, que nos recordaba a otros paisajes
de Botsuana, aunque fuera más agreste. El suelo seguía siendo de arena y
continuaba rompiendo el concepto de
desierto, que no casaba con un oasis arbolado que lo poblaba casi por entero. Pero
a veces la tierra olvidaba la planicie que hasta entonces nos había acompañado
y se ondulaba constituyendo cerros o montañas bajas.
Nos habíamos parado en medio del cauce seco
de un río, que habíamos de atravesar. Agazapados en el jeep, mirábamos con
asombrado silencio una poza próxima, donde el agua se resistía a desaparecer.
Era como si llamase a comparecer a la vida, que respondía con generosidad. En
las márgenes del lagunazo o sobre la superficie se amalgamaban los colores y
las formas y nadie parecía estorbar a nadie.
A la cita matinal habían acudido garzas
reales y blancas, que competían en estilizado diseño con un ibis sagrado. Y también
un bando numeroso de pelícanos, de más desgarbada apariencia pero a años luz de
elegancia que los marabúes, igualmente presentes. Yo aguzaba la vista, por
localizar a un ave martillo, que alguien acababa de identificar entre aquel
revoltijo emplumado, encarando, hipnotizada, el mundo subacuático. Quería
comprobar el porqué de su nombre, que justifica el penacho que prolonga hacia
atrás su cabeza, y que con pico y cuello remeda la herramienta de su apodo.
Al
pronto, sin embargo, los ojos se me fueron tras pájaros que en un repente
remontaban el vuelo. Fue entonces cuando me encontré con un nuevo ser, que
acababa de irrumpir en escena. Acerté a verlo justo en el instante en que
surcaba el aire, sin alas que lo propulsaran. Estaba precipitándose al
encuentro del agua, desde un alto donde la orilla se volvía montículo.
Los leopardos son así de sorprendentes. Lo
mismo aparecen como posados sobre la rama de un árbol que pierden pie
lanzándose al vacío desde la altura. O nadan, como enseguida comprobamos, pues
si el agua se abrió bajo el impulso de su peso, de inmediato emergió de nuevo
el felino y navegó hacia la orilla. Asomaba únicamente la cabeza, que no
reflejaba decepción o enfado, como si no hubiera fallado en su intento de cazar
una zancuda o hacerse con un pez y sólo pretendiera entregarse al placer de un
baño mañanero. En llegando a la ribera, aún se entretuvo un poco de tiempo en
vagar por los alrededores, sin que le importara un ardite nuestra presencia.
Luego, se fue tan lentamente como si no tuviera prisa alguna en que se
desvaneciera la admiración con que lo mirábamos.
En la charca, un marabú se tragó un pescado.
Y un pigargo vocinglero descendió de su posadero y atrapó limpiamente otro con
sus garras.
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