MAMÁ
ÁFRICA (28): ATRAPADOS EN LA ARENA
Ya
me parecía a mí que estábamos teniendo mucha suerte. O que llevábamos a un mago
como conductor del jeep. Porque su habilidad para evitar que se atorasen las
ruedas en el carril sobrepasaba cualquier pericia imaginable. Así que cuando el
vehículo se inmovilizó al fin, y no de grado sino por fuerza, sentí que volvía
al mundo de lo real. A ése en que suele acecharnos el infortunio o donde, al
menos, las cosas no salen siempre como queremos.
Habíamos salido de la reserva natural de
Savute, con rumbo al río Chobe. Traqueteábamos kilómetros sin fin, que volvía
más largos la despaciosidad con que nos desplazábamos por suelo tan arenoso. Pero además, a menudo
incrementábamos esa lentitud adrede, haciendo altos en el camino. No íbamos en
esta ocasión al encuentro con la fauna, pero en Botsuana los animales salvajes
te salen al paso aun cuando no los busques. Y cómo no detener la prisa para
contemplarlos. Puede resultar inexplicable, pero, aunque a estas alturas de la
expedición ya nos los hayamos topado muchas veces, disfrutamos de cada
avistamiento como si fuera nuevo, y sería delito para nosotros continuar viaje
sin dedicar un tiempo, que siempre sabía a poco, a la contemplación atenta y
callada.
Habíamos visto antes ñus,
esas reses voluminosas pero desgarbadas cuyo destino siempre pienso que es ser
pasto de leones (¿Se morirá alguno de viejo?). Pero nunca hasta ahora formaron una manada tan numerosa. Nos miran con sus
caras afiladas, de ojos suspicaces, como evaluando la conveniencia de asustarse
y poner tierra por medio, que en estos pagos nadie se fía de nadie.
También habían hecho su
aparición elefantes. Conté hasta doce de una tacada, afanados en una charca
grande, que semejaba laguna. Bebían o jugaban en el agua, sin que, al parecer,
los incomodase la prisa. De nosotros no se ocupaban, que estábamos en la orilla
opuesta y, si nos localizaron, nos debieron de considerar inofensivos.
Según pasábamos, una jirafa
continuó ramoneando en la copa de una acacia, sin concedernos siquiera una
mirada, quiero suponer que porque no se enteró de nuestra momentánea vecindad.
En cambio, un antílope diminuto, de ésos que llaman raficeros, sólo nos concede
un instante para verlo y se esconde, precavido, en la maleza. Cuando hablamos
de él, ya no está.
Entonces sucedió que quedamos
varados en la arena. Rugía con desmesura el motor, se desesperaban las ruedas,
multiplicando giros sin avance, hundiéndose más a cada intento del conductor
por salir del atolladero.
Estábamos en medio de la
soledad, atrapados en la nada, desasistidos en un vasto territorio despoblado,
a merced, únicamente, de nuestras propias fuerzas. Descendimos del jeep por ver
si, aligerándolo, tiraba para delante. Yo me recuerdo con un ojo
puesto en el todoterreno, que, aun desprovisto de peso, no avanzaba un paso, y
prestando aun mayor atención al entorno, que sabía habitado por muy peligrosas
compañías.
Probamos a
despejar el camino con una pala, que previsoramente formaba parte del
avituallamiento del vehículo, pero enseguida se nos reveló esfuerzo tan inútil
como pretender que un desierto se quedase sin arena. Yo ya nos veía allí, perdidos en la noche,
por más que todavía no hubiese culminado la mañana. Nunca hubiera podido
suponer, en cambio, con cuánta satisfacción habría de afrontar mi conversión, simultánea
a la de los demás, en bestia de carga. Porque, en efecto, del apuro sólo
saldríamos, a la postre, empujando con todas nuestras fuerzas, que juraría se
multiplicaron en aquel trance. ¡Lástima que no quedase nadie libre para hacer la foto!
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