martes, 15 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (28): ATRAPADOS EN LA ARENA

Ya me parecía a mí que estábamos teniendo mucha suerte. O que llevábamos a un mago como conductor del jeep. Porque su habilidad para evitar que se atorasen las ruedas en el carril sobrepasaba cualquier pericia imaginable. Así que cuando el vehículo se inmovilizó al fin, y no de grado sino por fuerza, sentí que volvía al mundo de lo real. A ése en que suele acecharnos el infortunio o donde, al menos, las cosas no salen siempre como queremos.
   Habíamos salido de la reserva natural de Savute, con rumbo al río Chobe. Traqueteábamos kilómetros sin fin, que volvía más largos la despaciosidad con que nos desplazábamos por suelo  tan arenoso. Pero además, a menudo incrementábamos esa lentitud adrede, haciendo altos en el camino. No íbamos en esta ocasión al encuentro con la fauna, pero en Botsuana los animales salvajes te salen al paso aun cuando no los busques. Y cómo no detener la prisa para contemplarlos. Puede resultar inexplicable, pero, aunque a estas alturas de la expedición ya nos los hayamos topado muchas veces, disfrutamos de cada avistamiento como si fuera nuevo, y sería delito para nosotros continuar viaje sin dedicar un tiempo, que siempre sabía a poco, a la contemplación atenta y callada.
   Habíamos visto antes ñus, esas reses voluminosas pero desgarbadas cuyo destino siempre pienso que es ser pasto de leones (¿Se morirá alguno de viejo?). Pero nunca hasta ahora formaron  una manada tan numerosa. Nos miran con sus caras afiladas, de ojos suspicaces, como evaluando la conveniencia de asustarse y poner tierra por medio, que en estos pagos nadie se fía de nadie.
   También habían hecho su aparición elefantes. Conté hasta doce de una tacada, afanados en una charca grande, que semejaba laguna. Bebían o jugaban en el agua, sin que, al parecer, los incomodase la prisa. De nosotros no se ocupaban, que estábamos en la orilla opuesta y, si nos localizaron, nos debieron de considerar inofensivos.
   Según pasábamos, una jirafa continuó ramoneando en la copa de una acacia, sin concedernos siquiera una mirada, quiero suponer que porque no se enteró de nuestra momentánea vecindad. En cambio, un antílope diminuto, de ésos que llaman raficeros, sólo nos concede un instante para verlo y se esconde, precavido, en la maleza. Cuando hablamos de él, ya no está.
   Entonces sucedió que quedamos varados en la arena. Rugía con desmesura el motor, se desesperaban las ruedas, multiplicando giros sin avance, hundiéndose más a cada intento del conductor por salir del atolladero.
   Estábamos en medio de la soledad, atrapados en la nada, desasistidos en un vasto territorio despoblado, a merced, únicamente, de nuestras propias fuerzas. Descendimos del jeep por ver si, aligerándolo, tiraba para delante. Yo me recuerdo con un ojo puesto en el todoterreno, que, aun desprovisto de peso, no avanzaba un paso, y prestando aun mayor atención al entorno, que sabía habitado por muy peligrosas compañías.
   Probamos a despejar el camino con una pala, que previsoramente formaba parte del avituallamiento del vehículo, pero enseguida se nos reveló esfuerzo tan inútil como pretender que un desierto se quedase sin arena.  Yo ya nos veía allí, perdidos en la noche, por más que todavía no hubiese culminado la mañana. Nunca hubiera podido suponer, en cambio, con cuánta satisfacción habría de afrontar mi conversión, simultánea a la de los demás, en bestia de carga. Porque, en efecto, del apuro sólo saldríamos, a la postre, empujando con todas nuestras fuerzas, que juraría se multiplicaron en aquel trance. ¡Lástima que no quedase nadie libre para hacer la foto!  

No hay comentarios:

Publicar un comentario