lunes, 19 de diciembre de 2016

“EL MUNDO PERDIDO DEL KALAHARI”, de Laurens van der Post

Este libro es un relato novelado, lírico, si no tierno sí enternecedor; también épico y, en mayor medida, dramático. Una evocación nostálgica, hagiográfica, que pasa del retrato embellecedor y el enaltecimiento de la actitud vital de los bosquimanos, a un cierto sentimiento de culpa, no individualizado, no personalizado en el autor, pero del que se siente familiarmente partícipe. Contrasta la visión idílica del bosquimano con la pintura de la acción aniquiladora, despiadada, de europeos y de tribus negras que, estableciendo una pinza, desde el sur y desde el norte, presionan y expulsan a este pueblo de su territorio ancestral.
   Podría tacharse a Laurens van der Post de parcial en cuanto al punto de vista, de idealización en el retrato de unos y demonización de los otros. A mí me parecen su descripción y la búsqueda que emprende en pos de los últimos bosquimanos un homenaje casi póstumo y de justicia, aunque a estas alturas tan sólo pueda ser poética.
   También se hacen presentes conflictos psicológicos, centrados en uno de los miembros de la expedición, que la dificultan con su carácter cambiante, atormentado y caprichoso. Y la dureza de la andadura, con jornadas extenuantes y complicaciones que les plantea el entorno (moscas tse tse, desbordamiento de zonas pantanosas…). Se nos muestra una naturaleza desbordante, de animales peligrosos y árboles atormentados, como ve a los baobabs, o bellos (los mopanes).
   Nos topamos con leyendas que remiten al principio de los tiempos, cuando se vivían los mitos, que no eran tan sólo historias hermosas, como la del pájaro de la miel. O que siguen incidiendo en el hoy de las gentes (para acudir al corro de los espíritus deben ir limpios de sangre). Me han llamado la atención el papel del hechicero y el remedio para expiar la culpa, con una carta enterrada.
   Resulta por de más admirable el retrato del bosquimano salvaje del Kalahari, de sus hábitos y conocimientos, de los restos de sus pinturas, de los lugares que habita (ba)…

   Leía y al cabo de un rato lo dejaba. No era que me aburriera, ni que fuera un relato complejo. Me costaba parar de leer, pero pensaba que así me duraría más, porque siempre estaba interesante. Era pura avaricia, no quería consumirlo todo de una sentada, ahorraba páginas para después. Me costaba, porque me gustaba mucho.

domingo, 11 de diciembre de 2016

"DESDE EL CUARTO DE AMADORA"

Es el título de una novela que acabo de publicar en Amazon. Empieza así:

            “Recuerdo que era 1937, y noviembre, y el campo se hallaba enteramente cubierto de amapolas…”.   
            Estábamos sentados en el cenador de piedra del jardín de los tilos. Entre nosotros y el cielo, las ramas de los árboles entretejían una techumbre protectora. En torno, una espesura de aligustres dibujaba un círculo mágico, que nos dejaba fuera del mundo exterior e invitaba a huir del mundo presente.
            Mi tío interrumpió su relato, apenas iniciado, para ponerse a buscar tabaco, como si necesitase de toda su concentración en aquel empeño. Su mano derecha había abandonado el brazo del sillón de enea sobre el que descansaba  y hurgaba ahora en un bolsillo, con un movimiento sólo en apariencia torpe. Le gustaba alisar el cigarrillo, retorcido a veces casi hasta la rotura por su estancia entre los pliegues de la ropa. Y eso hizo también en esta ocasión, situándolo, como de costumbre, entre las palmas de las manos, e imprimiéndole, así aprisionado, la leve rotación que le devolviese su forma original.
            Yo meditaba, mientras asistía en silencio a aquella liturgia de fumador. La mención a las amapolas había rescatado de mi memoria trigales amarillos pespunteados de escarlata. “Las amapolas –pensé- florecen en primavera, o en verano”. Pero aguardé a que culminase su tarea para hacer esta observación, con la certeza de que tendría que rectificar el tiempo en que daba comienzo a su historia.

   No os cuento más. Si queréis saber lo que viene después, deberéis haceros con la novela. Para ello, pinchad en el enlace que sigue. Ahí, además de proporcionaros información de interés, se os indicará cómo habéis de proceder. También podréis ver  opiniones que van dejando algunos lectores o manifestar las vuestras en el futuro:



Por de más está deciros que os agradecería que me ayudaseis divulgando entre vuestros contactos la noticia de la publicación. Ya sabéis, nadie escribe para sí mismo. La literatura, como cualquier otro arte, trae consigo la necesidad de compartir lo creado...

miércoles, 7 de diciembre de 2016

POR EE UU (y 25): UNA IMAGEN PARA UN FINAL




Despido esta serie de relatos sobre el viaje a la costa Oeste de los Estados Unidos con una fotografía. Quiero que os quedéis con una sensación grata. La de estas casitas que, en su empeño por mirar al mar, flotan sobre las aguas. Me veo detrás de sus cristales, a la par de un ventanal, sentado en un sillón de orejas mullido por el tiempo, o ante una mesa de estudio, afanado en escribir o leyendo lo que escribieron otros. De cuando en cuando, los ojos se me van al azul oceánico o se pierden en un cielo que no estorba una nube. A veces, se quedan prendidos en el verde de la vegetación que bordea los canales. Se fijan en si se mueven sus hojas o sus ramas, porque entonces sopla el viento, o en si la calma los mantiene quietos. Quizás salga afuera y suba a una lancha y reme sin prisas. Emprenderé en tal caso un paseo acuático que no me llevará lejos y me recreo en las vistas que me ofrecen las orillas, como si fuese la primera vez que se deslizan a los costados de mi barca. A menudo descubro algo que no estaba, o que sí, pero que había olvidado: un nido, una flor, un árbol seco. Agradezco a un pájaro que llene el aire de música, o es el silencio lo que colma mis oídos y me ensimisma. Acaso, según paso, salude a un vecino que se solaza en su terraza, es posible que detenga la navegación para conversar. A lo mejor, en medio del sosiego, hablamos de los orígenes de este asentamiento, que poblaron artistas y bohemios hace decenios… Son vivencias que me traigo conmigo de los aledaños de Sausalito, donde, durante tan sólo instantes, a la vista de estas viviendas, tantos sueños soñé…

jueves, 1 de diciembre de 2016

POR EE UU (24): EL BOSQUE MUIR

Cercano a San Francisco, está el bosque Muir.
   ¿Se habrán encontrado con el cielo?, piensas ante árboles de alzada inverosímil y rectitud sin concesiones. Y no hallas respuesta, porque no vislumbras el final de a donde llegan estas secuoyas que miras.  Ampara la incógnita la niebla que vela sus copas. Condensada en las acículas, allá arriba, se vuelve agua y cae como si lloviera a cámara muy lenta. Cientos de metros más abajo, las esperan raíces sedientas, que trazan un entramado venoso, no siempre soterrado. La bruma, omnipresente, como una nube sobrevenida, riega la tierra en despacioso goteo. No hay estación seca que anule ese prodigio. Puede que el río que atraviesa el bosque se vea reducido temporalmente a arroyo, pues precisa de fuentes de mayor caudal que lo hagan, pero el suelo siempre estará húmedo. Sin duda a ello se debe que lo tapice un manto verde de plantas menores, ortigas y helechos, musgos y acederillas. Hasta laureles o arces crecen en la buena vecindad de los gigantes que, casi desprovistos de espesura que estorbe su vertical huida de la superficie, no impiden a la luz descender a sus pies.
   A veces, me gusta susurrar palabras a los árboles, aunque no esté mal de la cabeza. O sentir su lisura al tocarlos con las yemas de los dedos. Aunque quizás no sea buena idea con las secuoyas. Me parecieron poco amigas de caricias. Me disuadía esa corteza, que se engrosa y se rompe longitudinalmente en infinidad de canales diminutos, una rugosidad que lastimaría al tacto si buscase el halago. Es rojiza de color, como alimentada de un fuego que fuera ya tan sólo rescoldo.
   Reclama cada tronco su espacio. Separados los unos de los otros, marcan distancias y ofrecen toda una lección de perspectiva, que llama a mirar lejos. La mayoría se espigan como adolescentes desgalichados, que necesitaran poner toda su energía en ganar  altura y descuidaran el aumento en corpulencia. Pero de cuando en cuando hemos de dilatar la pupila para abarcar perímetros que escapan a cualquier abrazo, aun siendo tres quienes nos enlacemos para darlo. Atesoran siglos estos monumentos de la naturaleza, que nos recuerdan nuestra propia finitud. Quizás si nos internásemos en alguna de las enormes oquedades que los horadan podríamos ir al encuentro del pasado y se nos revelase su secreto de lo vivido. En cualquier caso, el término de nuestro paseo no deja de ser el retorno de un viaje en el tiempo…

domingo, 27 de noviembre de 2016

POR EE UU (23): TRES MIRADAS MÁS A SAN FRANCISCO Y UNA HAMBURGUESA DE AÑADIDURA

Una. Contemplo por última vez el Golden Gate, que, como un trazo dibujado en el aire, salva limpiamente la bahía. Desde lejos, semeja una pasarela que, de puro esbelta, no necesitara de sujeción, pese a sus casi tres kilómetros de largura. Las dos torres que la sustentan, ahuecadas como escaleras de pared, salen del agua y a menudo se las traga la niebla antes de que alcancen el cielo. El cableado se curva graciosamente y la distancia lo vuelve de hilo fino, que la proximidad desmiente. Me encandila su color de nube teñida por la luz de un improbable ocaso de sol.
   Sesenta y siete metros debajo, está el mar. Más de millar y medio de suicidas lo supieron antes de ahora.
Dos. No abandonaremos San Francisco sin acercarnos al número 261 de la Columbus Avenue. En ese edificio esquinado en chaflán, de ladrillo cara vista, asienta sus reales la librería City Lights, un icono del progresismo de las letras a nivel internacional. Tiene un aire familiar y cercano, con estancias cuyas dimensiones parecen multiplicarse en pasillos interiores, hechos de estanterías y de libros. Vamos de uno a otro de esos espacios, salvando desniveles y estrecheces, oliendo a papel. La literatura no está sólo en los anaqueles, también se respira en el entorno.
   Salimos con un ejemplar titulado “A short history of San Francisco”, de Tom Cole.
Tres. A un costado del parque Álamo, dando cara a Steiner Street, acapara nuestra mirada la hilera de Damas Pintadas. Son una buena representación de las muchas casas de estilo victoriano que hay en la ciudad. Con más de un siglo a sus espaldas, no han perdido encanto. Maquillan sus fachadas en tonos pastel, acordes con sus estampas delicadas. Componen una armonía de escalinatas y dinteles curvos, de galerías que no escatiman en cristal y terracitas desde donde ver pasar la vida en días de sol, de molduras como cenefas finas. Un tejado a dos aguas acoge en el triángulo que dibuja su frontal una ventana, como en la ilustración de una casita de cuento.
   Me gustaría saber pintar, para hacer mía esa imagen.
La hamburguesa la comimos, cómo no, cerca del muelle. In and out era el nombre del local. Nos lo habían recomendado porque sus dueños contratan a estudiantes universitarios y les pagan bien, y porque la carne era de confianza. Estaba a tope de familias y de jóvenes, de nativos y gente foránea. Primero esperabas a que te preparasen la bandeja con lo que pedías y te hacías con la bebida en un expositor, luego aguardabas a que una mesa quedara libre. Y ya sólo restaba disfrutar.
   Creo que volveremos a San Francisco algún día.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

“POR EE UU (22): LA VISIBILIDAD DE LA MISERIA”

Desde detrás de una cristalera, miro a la calle, en San Francisco. Veo una boca de metro y cerca un cubo de la basura. Sobre la tapa, hay una lata de un refresco, que alguien no se ha molestado en meter dentro. Un indigente se aproxima. Debe de ser el mismo que ayer extendía una mano pedigüeña a los transeúntes. Se recostaba en el murete que delimitaba la entrada al suburbano, al lado de un cartel que nadie se paraba a leer. Decía: “Si no me dais nada, dejadme al menos una sonrisa”.
   El mendigo coge el recipiente y por un momento pienso que va a poner remedio a la falta de civismo de quien lo dejó allí. Sin embargo, lo que hace es agitarlo en el aire, tal vez para comprobar que no está vacío del todo. No percibo el ruido del líquido al chocar contra el metal, pero cuando se lleva a la boca el envase y sorbe con avidez es como si lo hubiera oído.
   A continuación abre el contenedor y hurga dentro un instante. Al pronto, extrae un vaso de plástico, que ha debido caer de pie, sin derramar el resto de café que aún contiene. Quien se deshizo de él no lo apuró hasta la última gota, porque si así fuera no se lo estaría bebiendo ahora el vagabundo.
   Pasa, entre los viandantes, un hombre que fuma. O mejor sería decir que ha fumado, porque entre sus dedos sólo humea la mínima expresión de una colilla. Mira en torno, como buscando un cenicero dónde depositar ese desecho, y se lo da al mendigo. Éste lo sujeta entre pulgar y el índice y se lo lleva a los labios. Lo apurra, en dos o tres caladas imposibles. A efectos de esas aspiraciones, brilla, intermitente, reavivado como un tizón encendido, el extremo que queda del cigarrillo.
   Un ejército de seres desvalidos puebla las calles de San Francisco –y de otras ciudades de los Estados Unidos-, las habita. Algunos han perdido la razón. Caminas por la acera y de repente te sobresalta un discurso hecho de gritos enfebrecidos que seguramente no van dirigidos a ti, ni acaso a nadie. En cualquier esquina, peroran sin ton ni son mentes dislocadas, como si, inopinadamente, sin saber por qué, les hubiera saltado un resorte que las impulsara a vociferar.
   La mayoría, ni siquiera tiende la mano en solicitud de unas monedas. Tal vez porque, si tal hicieran, se arriesgarían a perder la exigua ayuda que, en forma de bonos que intercambiar por comida, reciben de la administración pública. Me pongo en su lugar y me entra frío.  

miércoles, 16 de noviembre de 2016

POR EE UU (21): EL MUELLE 36

Casi siempre, nuestras andanzas por San Francisco concluían en el mar, que no era, como lo fue para Jorge Manrique, el morir. Antes bien, a su vera se desparramaba la vida. Aunque sólo fuera por el placer de ver a tantísima gente yendo o viniendo,  andando muelles, ya merecería la pena bajar al paseo marítimo. Pero estaba también lo que a todos llevaba a estas orillas.
   El agua, fría y azul, nos separa de la isla que alberga Alcatraz: apenas un promontorio rocoso, coronado por un edificio blanquecino y gélido, que me produce repelús. Antaño, apartó a los presos del mundo. Las corrientes, la hipotermia, los tiburones y, obviamente, los guardas que custodiaban el penal se constituían en elementos disuasorios frente a cualquier afán de evasión. Hablo en pasado: lo que fue cárcel es hoy museo, y en lugar de presidiarios son turistas quienes lo visitan, en viaje que es, para ellos, de ida y vuelta. A la sensación opresiva que vivió el cautivo, la sustituye el morbo de multitudes curiosas. Las vemos embarcar, con las cámaras en bandolera, dispuestas a inmortalizar el momento, y nos dedicamos, en cambio, a disfrutar de sabores portuarios.
   Quien desee comprar algo, aquí puede; y el que sienta hambre –y no esté sin dólares-, prontamente la saciará. En un puesto callejero, nos hacemos con un perrito caliente que parecía elaborado por un chef. Tanto, que no echamos de menos la comida que ofrecían  cantidad de restaurantes y cafeterías, pese a aspirar sus efluvios. Sí nos metimos en un local con pinta de gran taberna a bebernos una caña y a comprobar cómo se las gastan los estadounidenses con el alcohol y los menores. Siguiendo un ritual inevitable, a nuestra hija le preguntaron en la entrada si ya había cumplido los 21 años y la miraron con un sí es no es de sorpresa cuando, por enésima vez durante nuestra estancia en Estados Unidos, respondió que ya los había dejado atrás hacía algún tiempo. Por lo demás, la cerveza no desmereció en nada del tentempié  que habíamos degustado fuera. Y las paredes nos regalaron cuadros, pinturas y vídeos de estrellas del rock.
   Ciertos tramos del muelle ofrecen el aliciente de un pasillo aéreo y de madera, que transcurre en paralelo al de tierra y que nos acerca a tiendas y bares que abren sus puertas en un piso superior. Desde esa altura la vista se dilata y la perspectiva se vuelve profunda y lejana. Abarca miles de personas relajadas, decenas –acaso centenares- de locales variopintos, rótulos invitadores, cartelería que se multiplica tentando al viandante, y hasta un museo de la ciencia interactivo. Todo en la compañía continua del mar.
   Caminando muro adelante, sin obedecer a otra demanda que el mero placer de hacerlo, damos en un punto donde se congrega un gentío que algo observa. El olor es fuerte, como a pescado, y sin embargo a nadie espanta. La atención se concentra en la superficie acuática. Flotan unas grandes planchas, como enormes palés, y a su abrigo se solazan muchos leones marinos. Se hacen carantoñas, hay uno que otro enfrentamiento que se queda en amago, y de cuando en cuando alguno se sumerge o nada y retoza, en soledad o emparejado.

   Según nos vamos yendo, me pregunto cómo nos verán ellos a nosotros, un grupo no menos numeroso que el suyo, que se renueva cada poco y se lía y los llama focas. 

viernes, 11 de noviembre de 2016

POR EE UU (20): DE SAN FRANCISCO, LA MULTICULTURALIDAD

La catedral quisiera ser Notre Dame y la cúpula del ayuntamiento  alcanzar en altura a la de Los Inválidos de París. Por grandonismo que no quede. Casi enternece tanta presunción con ribetes de ingenuidad. Sin embargo, mi San Francisco preferido se encamina por otros derroteros.
   Traspasamos un arco que sobrevuela una calle y estamos en China. Los  comercios y restaurantes, las gentes que entran o salen o pasean, las palabras que pillamos al vuelo o las grafías que las escriben en anuncios y letreros que proliferan por doquier, nos trasladan a Oriente  como por arte de magia. Asombramos la mirada cuando se tropieza con los productos de tiendas de alimentación, hierbas, raíces, frutos que tienen para nosotros el exotismo de lo desconocido. Las pupilas no saben dónde fijarse, van de un edificio a otro y cada fachada despierta una exclamación admirada.
   A esta visión atónita se contraponen historias dramáticas, que hablan de un pasado de discriminación y aislamiento, cuando sus habitantes precisaban incluso de un permiso especial para salir del gueto.
   Un paso más de bajada hacia el Pacífico nos lleva a Italia. Huele a pizza y las cartas de los restaurantes ofertan espagueti; cambia la morfología de las casas, sólo con cruzar una avenida hemos dejado atrás Asia, con sus múltiples tonos,  sus balconadas, sus curvaturas, y nos adentramos en un espacio distinto, de corte más clásico.
    Con tan sólo un paseo, aprendemos que San Francisco es un universo en pequeño, una oda a nuestro ser multicultural, donde la diversidad que nos define como humanos toma asiento. En la falda de otra colina, por ejemplo, los vecinos parecen empeñados en recurrir al color para adorno de calles y plazas, bajando el arco iris del cielo a la tierra. Proliferan banderas con esa gama cromática, y sólo es que pasamos por el barrio gay. Contiguo, o muy próximo, otro distrito acoge a la comunidad hippy.
   Esto es el mundo…

domingo, 6 de noviembre de 2016

POR EE UU (19): SAN FRANCISCO, POR ENCIMA

La estructura metálica del puente surca el aire y atraviesa de orilla a orilla un ancho estrecho de mar. Parece un arco iris plano y extraño, de un solo tinte, rojizo, como hecho de ladrillo. Pero es el Golden Gate, que, aun sin ser de oro, hace honor a su nombre.
 Estamos en San Francisco. Aunque nos hayamos entretenido durante el viaje hasta la costa Oeste de Estados Unidos y hayamos cedido a la tentación de curiosear en los recodos del camino, hemos llegado al fin de la ruta que nos habíamos trazado, y no sólo porque aquí se termina nuestra andadura; también porque se constituyó desde un principio en objetivo principal. ¡Tanto nos habían contado y tan bueno…!
   Nace casi siempre la mañana en esta ciudad como entrevista a través de un visillo fino que difuminase sus formas y apagase el contraste de sus colores. Y atardece del mismo modo. Pero hay un interregno en que ese cendal se descorre. De mediodía a cuando el ocaso está próximo, el sol doblega a la niebla y consigue que desaparezca. Es tan consustancial aquí este fenómeno meteorológico como las colinas y las cuestas que encorvan las espaldas de quienes se atreven a subir –escalar, sería mejor decir, tanto se empinan- de la zona marítima al centro, y ponen a prueba la resistencia de las piernas y el ritmo de la respiración.
   Parecen diseñadas tales pendientes para propiciar el uso de los tranvías, que constituyen otra de las señas de identidad franciscana. Como apenas disponen de espacio para dar la vuelta cuando retornan al pie de un collado, es una plataforma sobre la que se asientan la que, rotando, hace el giro por ellos. Tomarlos es toda una –aunque muy cara- experiencia. Con su traqueteo catarroso, parecen ir a quedarse detenidos en los raíles a cada poco, según el Pacífico va viéndose cada vez más abajo. O, todavía peor, arrepentidos del esfuerzo que les supone la ascensión, podrían sopesar la posibilidad de no batallar más con la ley de la gravedad y dejarse caer en loca carrera por un abismo de fondo azul.

   Aunque lo único cierto es que llegan siempre arriba...

sábado, 29 de octubre de 2016

POR EE UU (18): EL ENCANTO DE VENICE

Será que tengo alma de robaperas, o que me quedé anclado en el 68 y de cuando en cuando asoman en mí sus resabios, pero a mí me gustó más Venice que Santa Mónica.
   Al lado mismo del mar, pisamos por un parque abundante en espigadas palmeras que guardan distancias entre sí, como empeñadas en remedar una dehesa. En busca de sus copas, la mirada escala troncos esquemáticos. Lo que no tienen de anchos, lo han ganado en inverosímiles alturas, que nunca serán definitivas, por más que parezca que, sí continúan creciendo, llegará el día en que de puro esbeltos se quiebren. Por improbable que resulte, desde tan arriba alcanza su sombra el suelo. A ese amparo, se tienden o están sentadas gentes con pinta de practicar el nomadeo de una vida desordenada, que burla convenciones como manera de existir.
   Cerca, resuenan deslizamientos y ruidos de trompadas que auguran daños. Provienen de unas pistas de skate, encima mismo de la playa. Son hoyos muy grandes, de paredes oblongas, chapeados. A la vista de un público que va de paso y se detiene, unos cuantos individuos, todos de sexo masculino, ponen a prueba sus habilidades. Los hay casi niños, cuyos ojos reflejan el susto, pero también el orgullo de protagonizar una gesta que no creían a su alcance, como si fueran aves que emprendieran su primer vuelo. Predominan no obstante los jóvenes y no falta algún mayor que se resiste a serlo. Verdaderos artistas de la filigrana sobre ruedas desafían curvaturas imposibles con una sorprendente exhibición de acrobacias. A veces, sin embargo, un ángel caído se levanta con presteza y disimula que le duele de la mejor forma en ese trance, que es volver a intentarlo.
  La atracción se multiplica en el paseo marítimo. No dan abasto las pupilas para abarcar lo que les sale al paso. Las reclaman la variedad de estilos y la alegría de colores de las fachadas, los comercios, que son tiendas chiquitas y de abigarrados expositores, algún hippy entrado en años que sueña a la vera del camino con vender un cuadro que ha pintado u otra artesanía... Un corro que empieza siendo pequeño y se va agrandando anuncia un espectáculo callejero, de mucho mimo y contorsión y se deshace con mayor rapidez que se formó, dejando tras de sí el tintineo de unas monedas en la gorra de los cómicos.
   Huelo en algún momento a maría y veo una expendiduría de marihuana, que no se esconde. Un cartelón dice en su puerta abierta que por 40 dólares puede obtenerse el certificado médico que autoriza al interfecto a adquirirla y consumirla, supongo que por prescripción facultativa...
   Cada paso es un descubrimiento. Y si damos muchos, acabaremos por saber, sin que se precise de más explicación que la brindada por la vista, por qué Venice es Venice. La tierra se abre en cuatro canales, que salvan puentes arqueados. Faltan gondoleros y canciones en las aguas. Pero no barcas amarradas a embarcaderos y chalets que pueblan las orillas.
   Hemos conocido una Venecia estadounidense antes que la italiana…  

miércoles, 26 de octubre de 2016

POR EE UU (17): SANTA MÓNICA VERSUS VENICE

No es que Santa Mónica sea lo más de lo más, pero sí que aparenta mayor riqueza que Venice, su vecina. Son dos localidades próximas a Los Ángeles, a las que hermana una playa en la que, como estamos en la costa Oeste de los Estados Unidos, rompe el océano Pacífico. El arenal se extiende kilómetros más acá y más allá de ambas villas, como si no tuviera fin, pero a mí lo que me sorprende es, sobre todo, su anchura. Menudas caminatas habrá de emprender para llegar al agua quien desee bañarse. Y sería difícil experimentar la sensación de agobio, aun cuando el gentío que pulula por el paseo marítimo decidiese, de consuno, bajar a dorarse al sol o a zambullirse.
   Cientos de comercios abren sus puertas en las calles que dan al mar, tanto en Santa Mónica como en Venice. Los de Santa Mónica son grandes espacios donde asoma la modernidad. A la curiosidad de miles de transeúntes se ofrece la más amplia gama de mercancías que uno pueda imaginar. Entramos en un establecimiento enorme, una planta baja que es como una nave diáfana. Sobre muchas mesas se exponen para su venta variedad de productos tecnológicos de Apple; también paramos en otro local, que por sus dimensiones no desmerece de un hipermercado, en este caso de calzado deportivo.
   Las calles son amplias, casi avenidas, y las casas no emparedan, por su altura, la mirada. Por todas partes se respira un aire vacacional y consumista, como si no hubiera otra cosa que hacer que ir de un lado a otro, ver y, acaso, comprar. El puerto está especialmente atestado. Al atravesar sobre una pasarela que ejerce de puente, la muchedumbre se adelgaza y forma una línea que desde muy arriba parecería fila india de hormigas, de no ser por el variado colorido de las vestimentas. Casi sin querer, pienso en un cuadro que alterase a cada momento su composición cromática.
  Y sí, al fin comimos nuestra primera hamburguesa desde que llegamos a Estados Unidos. Fue en un restaurancito que llaman Jonny Rocket. Husmeamos por entre la oferta de su carta y nos decantamos por una modalidad que habían servido cuando inauguraron el local. Estaba deliciosa. Y, al más puro estilo americano, la acompañamos con una ración de patatas fritas. Allá donde fueres, haz lo que vieres.
  Estábamos al aire libre, viendo pasar gente y atendidos por un camarero latino que, tan pronto nos oyó hablar, cambió el inglés por el español. ¿Podíamos pedir más?

  Pues aún nos esperaba Venice.  

viernes, 21 de octubre de 2016

POR EE UU (16): UN PASEO POR LOS ÁNGELES

La del lunes 8 de agosto fue mañana de tour. Embarcados en una furgoneta, en compañía de otra familia y con un guía que habla español, nuestro periplo se inicia a la vista de las imponentes torres de cristal del barrio financiero.
   Atravesamos Downtown, el casco viejo. De pasada, la calle nos deja imágenes de bellos e impolutos edificios, de escasa altura, que conviven, en extraño maridaje, con otros que llaman la atención por lo destartalados que están. Reflejan, plásticamente, la dualidad de sus residentes. Es zona de gente con escasos recursos que, no obstante, está experimentando una mutación. Últimamente se viene convirtiendo en polo de atracción para profesionales con posibles, que remozan las viviendas antiguas. Lo hacen usando en mayor medida de la madera que del ladrillo, más letal si hubiera, como ha habido, terremotos. En paralelo al cambio de población, una cohorte de comercios nuevos se instala en el vacío que dejan las tiendas de toda la vida, que van echando el cierre.
   Ya fuera de esa zona, nuestro vehículo aparca en los límites de una plaza, que paseamos solos. Es un espacio grande y vacío. En su centro, se levanta una puerta, que es sólo marco. Ese dintel enmarca la efigie lejana del ayuntamiento de la ciudad, que se nos aparece a través de su vano.
   Andamos hacia un sitio próximo que bien podría llamarse foro de las artes. De camino, pasamos por delante de un teatro que antaño fue escenario de entrega de los Oscar. Cerca, vemos a un lado un museo dedicado a la pintura, y, en otro punto, el palacio de la música. Nos detenemos ante este último.
   Es muy moderno, con planchas metálicas que no lo fían todo a las líneas rectas. Y tiene su anécdota. Lo construyeron con un material que refulgía al sol. Tal vez ese brillo atrajese las miradas, pero de igual modo las apartaba de sí, al deslumbrarlas. Y peor aún era que cegase a los conductores. O que la refracción recalentara el ambiente, volviendo un cocedero las inmediaciones. Así que hubieron de deshacer lo hecho, o casi, pues en la parte trasera dejaron el recubrimiento original, como recuerdo de lo que había sido.
   La Inglaterra victoriana nos aguarda en otro punto de la ciudad. Parecen sus chalets un adorno que orlase sus pocas calles. Estamos en Los Ángeles, y, cómo no, algunas de estas casas han servido de escenario en secuencias de películas. Constan de dos, tres plantas a lo sumo y siempre las circunda un jardín. Son como una concesión a la nostalgia de un tiempo pasado. Quizás, hoy en día, también a la estética. Me gusta el sosiego que se respira aquí… 

lunes, 17 de octubre de 2016

POR EE UU (15): LA PARAMOUNT NOS ABRE SUS PUERTAS

   La cabeza de Brad Pitt nos observa desde una mesa. No puedo apartar de ella la mirada, que sólo de pasada ha entrevisto las estatuillas doradas de los Oscar con que han premiado películas de la Paramount, o los trajes que han vestido a sus intérpretes. Únicamente tengo ojos para la jeta del actor. Sólo que no haya un cuerpo que la sustente revela su impostura. Creo que no me asombraría nada que me hablara.
   El juego entre realidad y ficción se repetirá constantemente durante las dos horas que dura la visita. De las dimensiones de este estudio de cine da fe que lo recorramos subidos en un minivehículo. Circulamos por calles que son un remedo de las de verdad. Quien disfrute de buena memoria las recordará como escenario de esas persecuciones de automóviles tan queridas de los filmes americanos. También en sus aceras se iniciaron romances y despedidas de mentira, sucedieron intrigas, se cruzaron figurantes por decenas. ¡Menudo vivero para cinéfilos! Al lado de un banco se fotografía una pareja. Me acerco y leo una placa. Ahí se sentó Forrest Gump.
   Dos mujeres caminan. Una va de rosa. La otra es una estrella, nos dicen. Siempre se les asigna una empleada, mientras permanecen en los dominios de la compañía.
   Me admiran los edificios de época que delimitan la calzada. A algunos no les falta siquiera una de esas escaleras exteriores, metálicas, para escapar de un incendio. Es tal su verismo, que dan ganas de llamar a sus puertas, por ver si alguien nos abre y visitamos sus estancias y nos recreamos con su mobiliario. Aunque el intento sería vano, pues nada esconden muchas de esas fachadas tras de sí. Como la boca de metro a la que nos acercamos. La corona el nombre de la estación, a la que descienden unos escalones que parecen de verdad. Pero si los bajásemos, nos encontraríamos en un callejón sin salida.
  Sobran trucos con que engañar a los sentidos del espectador. Por ejemplo, nos detenemos ante una casa con dos entradas casi idénticas. Lo único que las diferencia es el tamaño. Un actor parecerá de mayor o menor estatura, según convenga, dependiendo de la altura del marco que atraviese.
   Entramos en un gran habitáculo. Vemos coches con el esplendor que dan los años y su mucha largura y mucha chapa, y hasta el morro de un camión, que no están ahí como antigüedades, sino porque han sido utilizados en tales o cuales películas. Enseguida la vista se me va a una muerta, que reposa en un ataúd abierto al morbo de los visitantes. Algunos se hacen selfies ante el cadáver. A mí me parece que su color cerúleo demanda un entierro digno y pronto.
   Otros espacios se abren a nuestra curiosidad. Uno, inmenso, diáfano, con múltiples accesos, nos muestra de lo que son capaces la imaginación y el trabajo de los decoradores. Cuelgan de las paredes fotografías que revelan cómo ha mutado, según las exigencias de los guiones demandasen que fuera uno u otro lugar.
   Ambientes distintos aparecen también, en esta ocasión simultáneamente, en una nave donde nos metemos. La han compartimentado para recrear las viviendas de dos familias de diferente posición social. Se alternan los aposentos de ambas: sendos salones, cocinas, cuartos. ¡Nadie diría que está tan próximo lo que en la pantalla se ve distanciado!
   Hay un local que parece lo que es, un enorme almacén donde se amontonan enseres muy diversos, con cuyo concurso podría amueblarse una casa, sea del estilo que fuere. Y si aquí no halla el director lo que busca, siempre le quedará la opción de acudir a uno de los talleres que, en el interior de grandes pabellones, dan forma a los objetos más varios.
   Con lo que yo no contaba era con que una explanada, ligeramente hundida y llena de coches aparcados, se transformaría, mediando previa inundación, en un mar navegado y embravecido. No lo creería, de no mostrárnoslo la guía en su Tablet.
   Me gustaría presenciar la proyección primera de las películas que se hace en un teatro integrado en este estudio de cine, antes de darles el placet definitivo. Pero todo no puede ser, así que me contento viéndolo por dentro. Y ese espacio sí que no es de mentira. 

martes, 11 de octubre de 2016

POR EE UU (14): EN EL METRO DE LOS ÁNGELES

Localizamos una boca de metro. Peleamos un poco con la máquina expendedora de billetes. Un guarda de seguridad viene y nos echa una mano amable, que resuelve el conflicto a nuestro favor, pues el artilugio mecánico  suelta dócilmente los tickets que un instante antes se resistía a entregarnos.
   Habla castellano nuestro mediador, y quisiera ir con nosotros hasta el andén que buscamos, pero tareas de mayor importancia lo reclaman en otra parte, y va a dejarnos. “Yo los acompaño”, oímos decir a nuestras espaldas cuando ya el guarda se aprestaba a indicarnos el camino que hemos de seguir. Miramos adonde proviene esa voz que suena tan amistosa y nos encontramos con la sonrisa de un joven español. Es abogado y participa en un programa de intercambio con Estados Unidos.
   Él y nosotros llamamos la atención en el vagón. Algunos pasajeros nos miran con indisimulada sorpresa. Enseguida me doy cuenta de por qué. Nuestra piel es demasiado blanca para no chocar con el entorno humano que nos rodea. Lo componen en exclusiva gentes latinas y afroamericanas. Al percatarme de ello, el extrañado soy yo. Sé que no hay medios de transporte que discriminen por tipo de usuario, pero no puedo evitar la sensación de habernos metido en territorio ajeno.
   Me vuelvo hacia nuestro improvisado ángel de la guarda. A la claridad de la epidermis suma traje, corbata y maletín de letrado, que hacen de él un bicho aún más raro que nosotros en este contexto. ¿Dónde están los rostros sonrosados de los estadounidenses de antepasados europeos?, le pregunto.
   Andan ahí fuera, en el exterior, en sus coches, sumidos en algún atasco, tal vez. En su concepción de la vida, utiliza el transporte suburbano quien no tiene vehículo propio. Se ve obligado a compartir espacio el que no posee el suyo en exclusiva. Es una filosofía individualista, que atribuye a los servicios públicos un carácter meramente subsidiario, del que no usan, precisamente, los triunfadores. Echando una ojeada alrededor, pienso que lo que comienza por ser una cuestión social acaba por devenir en étnica, en racial, hacedora de guetos.
   Interfiere en mis cavilaciones un desconocido. Parece mejicano por sus trazas y su acento, y todavía es joven, aunque no tanto como para prescindir del adverbio que matiza su edad. Me señala un asiento que acaba de dejar libre, para que lo ocupe. Ha sido lo suficientemente perspicaz para darse cuenta de que hace tiempo que cumplí los años que aparento. Con una sonrisa rechazo –qué palabra más fuerte, para describir un gesto tan afectuoso como lo fue el mío- su ofrecimiento.
   Cuando me dispongo a seguir con mis elucubraciones, la megafonía anuncia que la próxima parada es la nuestra. Y la voz que oigo habla en inglés y en español. 

jueves, 6 de octubre de 2016

POR EE UU (13): EN BEVERLY HILLS

Sobre lo alto de un monte verde, grandes letras blancas, mayúsculas, propalan a los cuatro vientos que nos hallamos en Hollywood.
   Entre la vegetación de la ladera, se abren unas pocas calles, sin apenas tráfico. Están vedadas a los buses que muestran la ciudad de Los Ángeles a los turistas. No así a los automóviles particulares, que, no obstante, tienen prohibido detenerse ante cualquiera de las lujosas residencias del famoseo, protegidas como búnkeres de la curiosidad ajena. Incluso si alguien se aventurase a caminar esas aceras, es muy probable que le saliese al paso algún guarda, que se interesaría por su destino.
   Cuestan esas mansiones un potosí. A poco que uno tienda la oreja, se enterará de que su precio se calcula en varios millones de dólares. Si al agraciado con una estrella en el Paseo de la Fama le sale ese recuerdo para la posteridad por 30.000 $, ni te cuento lo que le supondrá vivir en Beverly Hills.
   Por un momento, pienso en qué hará que esas casas valgan tantísimo. Ni que fueran construidas con metales preciosos o estuviesen en medio de una finca que alcanzara las dimensiones de un parque. O que su diseño lo hubiese firmado un reconocidísimo arquitecto. Y aun así.
   Caigo en la cuenta de que el quid estriba en otras consideraciones. Cuando una vivienda sale a la venta se cuantificará en dólares si en su vida anterior ha sido habitada por Mengana o Zutano, o quiénes son los vecinos. Se pagará el prestigio social, la inclusión grupal, la exclusividad. Y a la postre, una cantidad cuantiosa deja de serlo para quien dispone de muchísimo más.  El culto a la personalidad se asocia aquí no sólo al talento interpretativo, sino al dinero.
   Imposible sacarse esa conclusión de la cabeza mientras se permanezca en este mundo. La calle Rodeo Drive, adonde vamos a parar, da otra vuelta de tuerca a la misma idea. En sus comercios, todos de grandes firmas, adquieren las celebrities aquello que apetecen. En algunos está mal visto, nos dicen, preguntar por el precio de las cosas. Simplemente se elige lo que se quiere y entrega la tarjeta para que pasen el cargo a la cuenta: ¡si será por numerario! Dentro de esas tiendas no vemos a nadie que no sean dependientes, siempre varios. La clientela está ausente, pese al gentío que abarrota la calle. Se supone que con un comprador de alto nivel que entre en uno de estos establecimientos se obtiene ganancia suficiente para una temporada.
   Se me ocurre que a los actores donde hay que admirarlos es en la pantalla...

lunes, 3 de octubre de 2016

POR EE UU (12): HOLLYWOOD WALK OF FAME

Una procesión de gente anda a la caza de estrellas. No las busca en un cielo azul y sin mácula. Mira a tierra, donde forman constelación inacabable, cada astro individualizado con nombre y apellido. Para su identificación no se precisan nociones de astronomía, sino de artes escénicas, o más bien de artistas (de cine, de teatro, músicos, magos incluso). No menos de dos millares figuran en esta original vía láctea, dispuesta ordenadamente sobre la superficie de una acera de Los Ángeles.
   Pasea arriba y abajo la multitud ávida de hallazgos, en un hormigueo incesante. De cuando en cuando y de trecho en trecho, esquivamos a un grupo que se detiene, formando un corrillo alborozado de risas y voces, que posa para inmortalizar el momento con sus móviles o sus cámaras. Es que se han encontrado el sujeto de su devoción. Quien es el interfecto y el símbolo de su arte destacan en amarillo, como el reborde de cinco puntas de la estrella que lo aloja, sobre un fondo que se colorea de un terrazo rosa suave.
   Michael Jackson goza de especial fervor en este firmamento, como también Elvis Presley o Charles Chaplin. No todos los que están son venerados por igual. A muchos se les regala, al paso, que no se para a reverenciarlos, una mirada de reconocimiento, o, ay, se les ve sin que la vista se fije en ellos, como no sea para un apresurado descarte.
   La mitomanía se nutre asimismo de actores, que encarnan a personajes objeto de culto. Cuando más desprevenido estés, tal vez se te aparezca Marilyn Monroe, o te sientas observado por El Zorro; quizás Superman se te sitúe al lado, como si pretendiera salvarte de un peligro que ignoras. Si condesciendes a su pretensión de fotografiarse contigo, no deberías olvidar que de eso viven, pues no siempre el escenario ofrece tarea a todos, y éste es, ahora, su trabajo.
   Quien no se satisfaga con sucedáneos siempre podrá optar por los originales, basta  acertar con la fecha adecuada. En el Kodak Theatre  se entregan los Óscar del año, y el espectáculo se inicia fuera, donde estamos, con los famosos pisando alfombra roja. Y si no, tal vez se consuelen los fans ante las huellas de pies y manos de sus ídolos, que eterniza el cemento en el patio del también próximo Grauman´s Chinese Theatre.
   Vanitas vanitatis. 

viernes, 30 de septiembre de 2016

POR EE UU (11): MÉXICO LINDO Y QUERIDO

Cualquiera diría que asistimos al rodaje de una película, y qué excelente sería la ambientación, si así fuera. Pero no nos movemos entre decorados, ni son extras quienes van y vienen a nuestro lado. Ninguna claqueta señala una nueva escena, tampoco hay cámaras que filmen en derredor.
   Lo que atrae de este espacio de Los Ángeles, donde México nos sale al paso, es precisamente su verdad.
   En la calle Olvera oímos hablar en un español trufado de americanismos. Las comidas que se publicitan desde la cartelería se llaman tacos y enchiladas, nachos o tamales, moles poblanos o churros rellenos de crema. Y rótulos vistosos anuncian que pasamos ante Casa California, Cielito Lindo, Las Anitas.
   Delante de La Golondrina Café nos paramos, simplemente por el placer de mirar. Grandes ruedas de carro de múltiples radios, sujetas unas a otras en su parte superior por un listón de madera, sirven de límite entre el adentro de  mesas y el afuera. Hay macetas con plantas naturales y floripondios de papel, y farolas de cristal encajadas en florituras de hierro que sobresalen de paredes rojas. En el piso superior, una balaustrada delimita un corredor al que se abren estancias con puertas grandes y enrejadas.
   Pero sólo es uno de los múltiples edificios que con su escasa altura y su aire pintoresco colorean la callecita, donde dicen que se originó la ciudad. El ladrillo visto se alterna con la piedra, la madera con las tejas de saledizos que techan porches. Una misma fachada puede combinar rojos y blancos, amarillos, tonos castaños. El verde lo traen los árboles de profusas copas, que sombrean la vía. A su amparo, deambula, curioseando entre puestos de mercaderías diversas, una multitud abigarrada, con absoluto predominio hispano. Examinan ropa o calzado, compran un recuerdo, se dejan tentar por el sabor del guacamole. Parece mentira que en tan poco espacio se arracimen tantas posibilidades.
   Nosotros entramos en el Ávila Adobe, un rancho que, en uno de los costados de la calle, se anuncia como museo de lo que fue, cuando se construyó en 1818. Sólo el caballo atado en el patio es ficción, aunque tan lograda que no me sorprendería oírle un relincho. El interior semeja haber sido habitado ayer. Con el respeto del que entra en domicilio ajeno, pasamos del salón de recibir a otro para los eventos familiares, del despacho del patrón a la cocina, en cuyo centro una artesa grande parece aguardar que alguien apetezca de un baño. El mobiliario de época invita a imaginar a los moradores que lo utilizaron, y, entre ellos, a una doña ante el piano, que no estaría ahí sólo como adorno. Nos asomamos a una habitación, que es principal porque su cama tiene dosel, y a una más, ésta, humilde, con un camastro y un somier de cuerdas trenzadas.
   El tiempo ya ido se presenta también en el remedo de misión, no recuerdo si franciscana o de los jesuitas, que se levanta en la proximidad de la calle Olvera.
   Todo me recuerda que este sur de Estados Unidos alguna vez fue México. Es más, que en alguna medida lo sigue siendo.

lunes, 26 de septiembre de 2016

POR EE UU (10): EN LAS VEGAS STRIP

Como si no aceptase la llegada de la noche y la ninguneara, profusamente se ilumina la calle más renombrada de Las Vegas. Las luces de monumentales hoteles-casino y de centros comerciales se confabulan con las de anuncios y farolas, o las de faros de  automóviles de discurrir fugaz, pero continuo. Y al tiempo que la oscuridad se disuelve, se llena de colores. El arco iris parece haberse fragmentado en mil pedazos que flotasen en el aire y lo tiñesen con sus brillos, que van del amarillo al morado, o que enrojecen, o son verdes. Blanquecinos de neón, también.
   Un bulevar donde crecen palmeras es mediana entre los carriles de uno y otro sentido y me distrae la mirada. Bendigo el atasco que, por unos momentos, impide que se mueva nuestro minibús. Sigo con los ojos a un séquito variopinto, cuyos pies, más que andar, danzan, como guiados por una música inaudible o hecha sólo de sus risas, porque a la vista está que exudan alegría y buen humor. Algunas muchachas, que visten de rojo, son las damas de la novia, que, de blanco, encabeza, del brazo de su pareja, la comitiva. Deben de ir a casarse, o quizás es de la vicaría de donde vienen de oficializar su compromiso. Es una estampa común en esta avenida de Las Vegas Strip. Tras las aceras, entre tanta geometría mastodóntica, de torres esbeltas o construcciones compactas, destacan, precisamente por su menudencia, dispersas a lo largo de cinco kilómetros, un sinfín de capillas.
   Ante los ministros al cargo, acuden a matrimoniar a esos minúsculos templos gentes de medio mundo. Únicamente con satisfacer los arbitrios en el organismo oficial correspondiente basta para que los esponsales se efectúen. Con la ventaja de que la ceremonia no resultará tediosa, pues en cuestión de minutos se oficia e incluso, si tal es su deseo, sin que los contrayentes salgan de la limusina. Y, si les va la marcha, hasta pueden solicitar que sea un sucedáneo de Elvis Presley quien les pida el sí quiero.
   Ayer llegamos a Las Vegas y mañana nos marchamos. Paradojas que acechan al viajero, no será hasta ahora, casi finalizada nuestra estancia, a punto de decir adiós, cuando nos hacemos la foto ante el famoso cartel que, donde se acaba la calle, nos da la bienvenida a la ciudad con estas palabras:
Welcome
 to fabolous
Las Vegas
Nevada
   Todavía nos queda Fremont St, donde la calzada se transforma en paseo, que ocupa una muchedumbre andante. Una bóveda interminable usurpa su lugar al cielo. Presumen de la pantalla más grande del mundo, y debe de ser verdad, porque abarca la vía que, peatonalizada, se vuelve galería. Más de una tortícolis ha tenido que originarse aquí, por atender a las representaciones de luz y sonido que se proyectan en la curvatura de su superficie. Y aún, como para evitar que bajemos los ojos a tierra, de vez en cuando, nos sobrevuelan, con los brazos extendidos como alas de pájaros sin plumas, cuatro personas, que en cada ocasión son distintas. Forman parte del espectáculo, sin estar a sueldo, ni esperar propina. Sus gritos y sus mochilas los identifican: se trata de turistas que buscan en el aire una descarga de adrenalina.

jueves, 22 de septiembre de 2016

POR EE UU (9): VENECIA EN LAS VEGAS

El suelo parece hecho de tres dimensiones. Caminamos como si hubiéramos de saltar de un pequeño cubo a otro, cuidando de no meter el pie en el hueco que los separa. Pero es sólo un juego que confunde a los sentidos, una ilusión óptica. Pisamos mullidas alfombras, cuyo dibujo induce a una percepción engañosa, volviendo volumen lo que únicamente es superficie.
   Avanzamos, deslumbrados, por pasillos fastuosos, de anchura inverosímil, tan largos que llevan a las pupilas a mirar muy lejos. Atravesamos salas inmensas, abovedadas, tan vacías de mobiliario como escoltadas por columnas, profusamente porticadas, sin otra utilidad aparente que presumir de magnificencia y anonadar al visitante. Estoy a punto de decir que tanta ostentación de grandeza me recuerda al Vaticano cuando veo a algunos turistas encarar el techo. Y, al levantar la vista hacia donde ellos la fijan, me encuentro... ¡con la Capilla Sixtina!
   Salimos a un espacio abierto, donde algo no encaja en la memoria de lo inmediato. Cuando entramos en el enorme edificio dejamos atrás la oscuridad del atardecer, y ahora, menos de una hora después, nos recibe la luz del día. Por resolver el enigma, busco el cielo, que está tan alto como suele, y es azul y lo salpican nubes sospechosamente inmóviles.
   El pasmo aumenta cuando bajo los ojos, porque allá donde los pose el encantamiento no acaba. Andamos una calle flanqueada por casas renacentistas, con comercios que son un muestrario de productos italianos. Y en el centro se abre un canal por el que navega una góndola con su gondolero, que canta a capela una melodía de mucho sentimiento.
   Seguíamos dentro del hotel-casino Venetian que ciertamente hacía honor a su nombre. Y cuando al fin sí nos vamos y nos enfrentamos a la noche, que efectivamente, fuera de este decorado extraordinario, nos espera en el exterior, las maravillas no terminan. Un minibús, transmutado en alfombra mágica, nos lleva de Italia a Egipto sin abandonar Las Vegas. Y qué mejor para sentirse en el país de los faraones que esa pirámide espectacular que es el Luxor… Aunque también podrían haber sido nuestro destino París, o Nueva York, o al mundo antiguo de griegos y romanos que todo está a nuestro alcance y ver es gratis…

lunes, 19 de septiembre de 2016

POR EE UU (8): COTIDIANIDADES

Nos habíamos detenido en un cruce de Las Vegas, ante un semáforo que estaba en rojo. El icono que permite el paso o da el alto al peatón según sea el caso no es una figurita humana, como en Europa. Es la palma abierta de una mano la que te invita a atravesar la calle o a esperar  turno.
   Nos asfixiábamos. El sol de primeras horas de la tarde caía a plomo. Soplaba una brisa suave que, lejos de constituir un alivio, nos abrasaba la piel. Debíamos parecer, allí plantados, tres pobres pájaros a punto de perecer achicharrados. Nos alineábamos tras el pivote del semáforo por aprovechar su delgada sombra, pero igualmente sentíamos que nos sofocaba el aire.
   No se divisaba coche alguno, miráramos para donde miráramos, ni cerca ni lejos. Podíamos haber atravesado la calzada sin peligro para nuestra integridad o la de los inexistentes automovilistas, y sin embargo no lo hacíamos, y no porque nos intimidara la poca gente que, enfrente, esperaba la autorización para el cambio de acera, o porque nos avergonzara infringir en público las normas de tráfico. Nos habían advertido de que las multas por tales infracciones alcanzaban en Estados Unidos cifras de cientos de dólares.
   Había olvidado las gafas de sol en España. Mis ojos no podían asumir la claridad que los cegaba y, además, me dolían de calor. Sin esa circunstancia, no nos habríamos fijado en una farmacia  con la que nos topamos al otro lado de la calle, cuando finalmente el disco del semáforo nos concedió derecho de paso, y no habríamos descubierto sus interioridades.
  Era como un gran supermercado, sólo que únicamente ofertaba medicinas y complementos sanitarios. Cogías un carrito o una cesta y recorrías múltiples pasillos, que delimitaban estanterías bien provistas de remedios para cualquier estado de salud demediado. Y en la salida te aguardaban las cajas y las cajeras. Al retornar al exterior, unos protectores recién adquiridos que adosé a las lentes devolvieron a mis pupilas la visión. Entonces hube de llevarme las manos a los oídos: un avión, que volaba muy bajo, atronaba cielo y tierra, antes de perderse en la profundidad del espacio azul.
  Un restaurante italiano nos ofrece la frescura ambiental que precisamos. También pasta, en cantidades asumibles. Y una tregua en cuanto a la desazón que nos supone calcular propinas, pues el servicio viene incluido en la factura. En otros locales, al coste de la comida has de sumar en torno a un veinte por ciento para el camarero, que, pese a ello, no se hará rico, pues seguramente su salario será muy exiguo. De lo que no nos libramos es de pagar el vino a precio de oro: una copa del penúltimo más barato (¡la honrilla española!) no sale en ningún sitio por menos de 11 ó 12 dólares… Y no vayáis a pensar que la llenan hasta arriba…

jueves, 15 de septiembre de 2016

“POR EE UU (7): OJO CON EL ESPAÑOL”

Me sucedió en un pequeño restaurante autoservicio. No recuerdo si confundimos la entrada con la salida y nos llamaron la atención o si, simplemente, quisimos preguntar algo a una empleada.  Es posible que ella tuviera un mal día aquella mañana, aunque tampoco puede descartarse que fuese de natural hosco y poco dada a la amabilidad. Sea como fuere, no hizo gala de ningún buen talante. Y a mí se me ocurrió comentar, sin dirigirme a ella, pero en voz no tan baja que no me oyera, que vaya mal humor que se gastaba. Comprendí al punto que me había entendido perfectamente al ver cómo me miraba y acto seguido intercambiaba unas palabras con otra dependienta. Hablaba en inglés, pero “mal humor” lo dijo en español. No parecía nada contenta. Yo, si he de ser sincero, no sentí ningún rubor. Lo que sí me hubiera gustado es saber qué le contaba a su compañera. Ésta se reía, ignoro si de mi lapsus o de su enfado.
    Por lo demás, lo mejor del sitio no era, desde luego, la comida, rápida y con mucho condimento de añadidura. Pero las mesas estaban al aire libre y las vistas parecían extraídas de una película. Ni los cuervos que graznaban desde el tejado del local, y que por cierto estaban de buen año, gozaban de mejor perspectiva que nosotros.
   El promontorio que nos acogía nos elevaba majestuosamente sobre el cañón del Colorado y lograba que pasase a segundo plano la calidad del yantar. No conseguía el cielo, que estaba rabioso de azul, que lo reflejase el agua. Mimetizada con la base de los farallones que la encajonaban, adoptaba la corriente una tonalidad terrosa, como si fluyese café con leche.
   Admiramos las monumentales caídas de los murallones, de lisuras verticales o con trazado oblicuo, salpicados de escarpaduras, detenidos ocasionalmente en su desplome por remedos de graderías. Las cimas se desplegaban como una sucesión de altiplanicies que se extendían hasta donde los ojos ya no alcanzaban. Hercúleos monolitos cuyas cumbres todavía no había allanado el tiempo salían a veces al paso del río, que para salvarlos los bordeaba. Aquí y allá, grandes lajas de piedra quebraban la continuidad de los suelos.
   El sol arrancaba todo su cromatismo de ocres y amarillos a este paisaje hecho a la medida de titanes. Jugaba con las sombras y alteraba los colores, como un foco que resaltara un relieve y a otro lo oscureciera.
    Verdeaba la vegetación este colosal decorado, con toda una gama de matices. Faltaba la hierba en el impresionante muestrario de matorrales y de arbustos, que, sin arracimarse en apreturas, crecía por doquier. De cuando en cuando, sobresalían entre esas plantas menores figuras que se dirían de humanos clamando al cielo, y que no eran sino esbeltos cactus de varios brazos extendidos.
   Entre tanto donde mirar, no distinguimos gentes que habiten estas soledades. Pero la memoria recrea la vida y andanzas de los indios hualapai. Aún no hace una hora que recorrimos una senda, en una especie de museo al aire libre. Fuimos de tiendas cónicas, levantadas con palos y recubiertas de ramas secas, a edificaciones de planta rectangular, donde el barro se hacía pared, o a tipis de cuero pintado. También nos habíamos topado con algún horno, no sé si de piedra, como sí lo eran, en el centro de los habitáculos, los círculos que acotaban e espacios para el fuego.
   Esos recuerdos pondrán fin a nuestra mañana en el entorno del Gran Cañón del Colorado. Nos aguardan los 40 minutos del vuelo de retorno a Las Vegas. Ya en el aire, abro los ojos al encuentro de un imposible: a trechos, la tierra se oscurece, como si por arte de magia hubieran germinado bosques. La avioneta traquetea a causa  de unas turbulencias y me devuelve a la realidad. Nubes aisladas nos acompañan en los cielos y sus sombras son lo que veo en estas sierras, que siguen desnudas. El efecto estético no es, sin embargo, un espejismo.