sábado, 2 de enero de 2016

MAMÁ ÁFRICA (30): ADIÓS, BOTSUANA, ADIÓS

La isla de los elefantes ya no es la isla de los elefantes. Como por arte de birlibirloque, todos han desaparecido, ya no queda ni uno, de la infinidad de ellos que la poblaban en la tarde de ayer, que en mis papeles figura como 28 de julio. Vadearon el río Chobe y se fueron a otra parte, y quizás al hacerlo se cruzaron con su relevo. Porque, en efecto, la superficie que dejaron libre ha sido colonizada de nuevo. Sobre la lisura de su relieve destacan ahora otras moles, cuya envergadura también resulta imponente, aunque sea mucho menor. Son una manada inmensa de búfalos, que pacen a placer. Alguna hembra mantiene cerca de sí a su cría que, a despecho de los cocodrilos, ha conseguido arribar a esa tierra de promisión herbívora,  nadando en medio del rebaño, que así le brindaba protección. Nadie diría de la agresividad de estos animales, viéndolos en tan idílica imagen como la que nos ofrecen.
   No hace mucho que ha amanecido. Hemos dormido en cama y bajo techo, alojados en un hermoso hotelito de planta casi circular y dos pisos, que se levanta escaleras arriba de un modesto embarcadero. Cenamos con quienes nos han preparado las comidas en nuestras incursiones a donde nadie había, sino fauna salvaje, o conducido los jeeps por tortuosos caminos de arena. Se ha creado un vínculo muy especial con ellos y me cuesta decirles adiós. Doy un abrazo al cocinero. Me gustaría agradecerle su buen hacer y el de sus compañeros, y su afabilidad y buen trato, pero sólo me sale disculparme por mi paupérrimo inglés, que no me permite transmitir cuanto siento. Su contestación me conmueve. “Cuando vuelvas –me replica- yo sabré español…”.
   Antes de salir por carretera hacia Zimbabue, damos un paseo acuático. La barcaza que nos lleva tiene dos alturas. Abajo, con los costados al aire, desayunamos sentados en torno a varias mesas; la planta superior, orillada de una bancada de madera, nos sirve de oteadero móvil. Gozamos con el descubrimiento de especies que ya encontramos ayer. Continúan campando por sus respetos, volviendo insaciables a nuestros ojos, como si, con su aparición reiterada, quisieran asegurarse de que no vamos a olvidarlos.
   Ahíto de ver cocodrilos, me precipito, sin embargo, ante cada nuevo descubrimiento, igual de sorprendido que si fuese el primero. Se mimetizan de tal manera en el paisaje que muchas veces sólo los localizo cuando se meten en el agua. Y, no obstante, son monumentales, dan miedo con sólo mirarlos, por más que mantengan la boca cerrada, como esa pareja que hace un momento estaba y ya no está.   
   Estoy consultando en mi guía de aves la identidad de dos que acabamos de dejar atrás, tan estáticas que parecían disecadas. Su porte me decía que se trataba de cigüeñas, y no me engañaba, aunque desconociera sus nombres respectivos. Pero de repente lo dejo todo, y no será hasta más tarde cuando sepa que una era un tántalo africano de pico amarillo y cabeza roja, y la otra una cigüeña de pico abierto, que, abombado en el centro, nunca se le cierra.
   Lo que ha pospuesto mis indagaciones es una voz que, en cauteloso susurro, conmina a mirar hacia la orilla. Cierro apresuradamente el libro de pájaros y me encuentro con varios hipopótamos pequeñitos y uno muy grande, que responden a nuestro interés con total indiferencia. Eso sucede poco antes de que un congénere suyo, que emerge de las profundidades, nos regale una inesperada cabriola. Por un instante, con todo su cuerpo fuera del agua, se asemeja a una ballena. Desde tierra, cinco jirafas no prestan la más mínima atención a ese número circense.

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