MAMÁ
ÁFRICA (30): ADIÓS, BOTSUANA, ADIÓS
La
isla de los elefantes ya no es la isla de los elefantes. Como por arte de
birlibirloque, todos han desaparecido, ya no queda ni uno, de la infinidad de
ellos que la poblaban en la tarde de ayer, que en mis papeles figura como 28 de
julio. Vadearon el río Chobe y se fueron a otra parte, y quizás al hacerlo se
cruzaron con su relevo. Porque, en efecto, la superficie que dejaron libre ha
sido colonizada de nuevo. Sobre la lisura de su relieve destacan ahora otras
moles, cuya envergadura también resulta imponente, aunque sea mucho menor. Son
una manada inmensa de búfalos, que pacen a placer. Alguna hembra mantiene cerca
de sí a su cría que, a despecho de los cocodrilos, ha conseguido arribar a esa
tierra de promisión herbívora, nadando
en medio del rebaño, que así le brindaba protección. Nadie diría de la
agresividad de estos animales, viéndolos en tan idílica imagen como la que nos
ofrecen.
No hace mucho que ha amanecido. Hemos
dormido en cama y bajo techo, alojados en un hermoso hotelito de planta casi circular
y dos pisos, que se levanta escaleras arriba de un modesto embarcadero. Cenamos
con quienes nos han preparado las comidas en nuestras incursiones a donde nadie
había, sino fauna salvaje, o conducido los jeeps por tortuosos caminos de
arena. Se ha creado un vínculo muy especial con ellos y me cuesta decirles
adiós. Doy un abrazo al cocinero. Me gustaría agradecerle su buen hacer y el de
sus compañeros, y su afabilidad y buen trato, pero sólo me sale disculparme por
mi paupérrimo inglés, que no me permite transmitir cuanto siento. Su
contestación me conmueve. “Cuando vuelvas –me replica- yo sabré español…”.
Antes de salir por carretera hacia Zimbabue,
damos un paseo acuático. La barcaza que nos lleva tiene dos alturas. Abajo, con
los costados al aire, desayunamos sentados en torno a varias mesas; la planta
superior, orillada de una bancada de madera, nos sirve de oteadero móvil. Gozamos
con el descubrimiento de especies que ya encontramos ayer. Continúan campando
por sus respetos, volviendo insaciables a nuestros ojos, como si, con su
aparición reiterada, quisieran asegurarse de que no vamos a olvidarlos.
Ahíto de ver cocodrilos, me precipito, sin
embargo, ante cada nuevo descubrimiento, igual de sorprendido que si fuese el
primero. Se mimetizan de tal manera en el paisaje que muchas veces sólo los
localizo cuando se meten en el agua. Y, no obstante, son monumentales, dan
miedo con sólo mirarlos, por más que mantengan la boca cerrada, como esa pareja
que hace un momento estaba y ya no está.
Estoy consultando en mi guía de aves la
identidad de dos que acabamos de dejar atrás, tan estáticas que parecían
disecadas. Su porte me decía que se trataba de cigüeñas, y no me engañaba,
aunque desconociera sus nombres respectivos. Pero de repente lo dejo todo, y no
será hasta más tarde cuando sepa que una era un tántalo africano de pico
amarillo y cabeza roja, y la otra una cigüeña de pico abierto, que, abombado en
el centro, nunca se le cierra.
Lo que ha pospuesto mis indagaciones es una
voz que, en cauteloso susurro, conmina a mirar hacia la orilla. Cierro
apresuradamente el libro de pájaros y me encuentro con varios hipopótamos
pequeñitos y uno muy grande, que responden a nuestro interés con total
indiferencia. Eso sucede poco antes de que un congénere suyo, que emerge de las
profundidades, nos regale una inesperada cabriola. Por un instante, con todo su
cuerpo fuera del agua, se asemeja a una ballena. Desde tierra, cinco jirafas no
prestan la más mínima atención a ese número circense.
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