viernes, 8 de enero de 2016

MAMÁ ÁFRICA (31): VICTORIA FALLS HOTEL

A sus puertas nos ha recibido, con el agasajo de una copa de champán que contiene zumo de limón, un individuo mayor, alto, delgado, tocado con sombrero redondo y embutido en una larga chaqueta blanca, abotonada y ceñida por un cinturón, coloreada de lo que ignoro si eran pins o una suma imposible de condecoraciones.
   Sólo nos quedan dos días para finalizar el viaje y este alojamiento, ya en Zimbabue, al pie de las cataratas Victoria, será para nosotros un verdadero reposo del guerrero, que nos compense de pasadas fatigas. Tiene una arquitectura clásica y un aire colonial, con un sabor victoriano, que lo embellece y lo llena de encanto. Sus estancias han conocido a personajes ilustres, cuyos retratos, bustos o fotografías pueblan  salas y pasillos, siempre de una amplitud sin medida.
   El salón que yo prefiero es inmenso, y sale al paso del huésped como una generosa invitación a que interrumpa su camino. Enseguida lo llamé el del piano, porque había uno, que tocaba un músico con admirable virtuosismo y a menudo sólo para sí mismo. Sentado en uno de los muchos sillones y sofás que lo amueblan, respiré una atmósfera antigua, de lámparas, mesillas de maderas nobles, grandes cuadros, ilustraciones de plantas o plantas de verdad, y trofeos de caza, y cortinones… Me pareció que lo único que desentonaba en aquel ambiente ya pretérito era yo, como si un túnel del tiempo me hubiera plantado a principios del siglo XX, sin concederme la ocasión de cambiar de vestimenta.      
    Subí, sólo por el placer de hacerlo, una escalinata que se retuerce según asciende en busca del piso superior. Testuces de herbívoros me contemplaban con estupor, sin un hálito de vida que les anime la expresión. Y aunque no vaya a leer, entro en la sala de lectura, donde hay un libro de visitas con huellas de todos los idiomas.
   Que yo recuerde, nunca antes había dormido en cama con dosel. Un mosquitero desciende de la altura a protegernos, que en África no siempre el peligro viene de criaturas mayores. Es, de puro fino, translúcido, y produce un efecto insospechado, como si estuviésemos simultáneamente dentro y fuera del hueco que acota. Habituado a los grandes espacios, me muevo con cuidado en un baño de reducidas dimensiones y grifería arcaica. Claro que enseguida lo veo de otra manera, nada más recordar los de las acampadas: un váter plegable, como silla de tijera, con un hoyo profundo debajo y una pala y tierra que arrojar sobre los excrementos, todo ello dentro de una caseta como las de playa, pero en tela y cerrada con una cremallera; igual a la de la ducha, cuyo depósito, en forma de cono invertido, se llenaba de agua calentada en una hoguera, según se vaciaba.
   Cenamos en el hotel mirando estrellas y desayunamos bajo ese mismo cielo, que entonces es azul. Es un comedor al aire libre, con un estanque orlado de macetas y palmitos, sombreado de sombrillas y circundado por una zona techada en paja. Para almorzar, desechamos el restaurante noble, aunque para entrar ya no sea necesario vestirse de etiqueta como antaño, y vamos a otro, más sencillo, en el entorno de la piscina. Alcanzar ese punto nos exige atravesar el jardín, que no es menor que un parque. Y allí nos aguardaba la sorpresa.
   Unos facóferos están destrozando un césped muy cuidado. Ni siquiera levantan las hocicudas jetas que revuelven la tierra a nuestro lado, cuando nos topamos con ellos. Ahora, transcurrido un tiempo, sabiendo como sabía del daño que pueden producir sus colmillos y su congénito malhumor, no me explico cómo pasamos tan cerca de ellos, en lugar de ponernos a buen recaudo. Debe de ser que África le cambia a uno la vida.

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