martes, 26 de abril de 2016

UN PÚBLICO ESPECIAL

No sé si os habrá pasado alguna vez, si os dedicáis al teatro, así sea como afición. Que el respetable se niegue en redondo a abandonar sus butacas cuando, urgidos por el tiempo, hacéis por acabar la función prescindiendo de alguna de sus partes. En el caso que nos ocupa, la obra lo permitía, pues la componen nueve escenas independientes entre sí, cada una con sus personajes y su argumento.
   Ved de qué iba, en la nota que introducía su programa:

El lobo de Caperucita nunca se sale con la suya, la madrastra de Blancanieves no consigue ser la más bella, y Cenicienta, en cambio, llega a princesa... ¿Os suena?... Es la imagen viva de la infancia, con toda su magia. La misma que nos encandilaba el atardecer de un día cualquiera, muy abiertos los ojos, los oídos asombrados, silenciada la respiración por que no se nos escapase una sola palabra del cuento que escuchábamos contar a nuestros mayores. Acaso el paso del tiempo se os haya llevado con su inevitable fluir el mundo maravilloso de Perrault, de los hermanos Grimm, de Andersen… Pues atención, porque vamos a devolveros a él. Hoy todo será como ayer. Cada vez que se enciendan los focos, encontraréis sobre el escenario retazos de vuestra niñez, aquellos que precedían al sueño y os hacían soñar. Comed perdices y volved a ser felices.

   Representaba el colectivo de dramatización del instituto Ría del Carmen. Los espectadores eran niños de varios colegios del valle cántabro de Camargo, que habían acudido al centro cultural “La Vidriera” para vernos. Previamente, habíamos acordado con sus profesores que culminaría la actuación a las 5 de la tarde, pues a esa hora finalizaba la jornada escolar y vendrían los autobuses a recogerlos. Cuando se aproximó el momento, esperamos a terminar el cuento que estábamos escenificando y les agradecimos su modélico comportamiento y les dijimos que y colorín colorado
   Entonces nos dimos cuenta de que habíamos pactado con los maestros, pero no con ellos. Sabían que faltaban cuentos por contar. ¡Y no todos los días tienes ante ti a sus protagonistas encarnados en actores! Era como darles un caramelo y quitárselo cuando todavía no habían acabado de saborearlo. Lo entendí enseguida, tan pronto comprendieron lo que les estaba diciendo.
   No tenían ningún interés en marcharse. Querían más. Ignoro si alguno de los más pequeños hizo pucheros, pero ninguno se levantó de su asiento, si no fue para manifestar su disconformidad. ¿Y qué hacer en una situación así, si no poner a prueba tu talante negociador?
   Hubo tiras y aflojas, propuestas y contrapropuestas, y un entendimiento, al fin, en tiempo record. No recuerdo con exactitud si fue El gato con botas, tal vez El soldadito de plomo o Caperucita roja, quien salió al escenario a saciar, al menos en parte, la sed de ficción de la multitud infantil que se asentaba en el patio de butacas. Lo que sí es cierto es que, con una historia más, se dieron ellos por conformes, y nosotros por contentos.

   Verdaderamente, el teatro es una continua caja de sorpresas.

lunes, 18 de abril de 2016

MICRORRELATOS  (VII)


A menudo, un microrrelato, reducido por definición a lo esencial, se regodea, así sea levemente, en la manera de decir, o da cabida a un contenido prescindible, como si no se tratara de ir al grano. La brevedad no trae consigo necesariamente la desnudez en el arte de narrar, ni excluye el adorno en el estilo.


Se levantó, como habitualmente, una hora antes de lo imprescindible. Era el tiempo que se concedía para conjuntar su vestuario y acicalarse. En el metro, alguien la empujó, sin que fuera adrede. Entonces, un sapo se asomó a su boca y vino a descomponerle el look.
   
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Se operó de cataratas cuando comenzó a habitar en una nube. Al volver al aire la transparencia que le faltaba, ya no tuvo disculpa alguna para no ver el mundo como era.

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Apenas una suave ondulación estorbaba la planicie de un Mediterráneo en calma. Una ola que ya sólo era espuma dejó en la arena un frasco. Una mujer venida de un lienzo de Sorolla lo cogió y  extrajo de su interior unas palabras que no la hicieron sonreír. “Si esta botella llega a vuestra costa, y estas letras a vuestros ojos, es que nosotros no hemos podido cruzar el mar que nos separa de vosotros”. Así decían.

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En la habitación fue haciéndose la luz. Esa claridad dio forma a los objetos que la noche había escondido. Entre cantos de aves que quebraban el silencio, el reclamo de un gallo atravesó el ventanal. Al poco, sonó, agudo y persistente, un reloj despertador. Pero esta vez no hubo mano que  apagara su grito, ni bostezo que lo siguiera. En un costado de la cama, las zapatillas de felpa aguardaron inútilmente los pies que siempre las calzaban.

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“Estoy cansado de ser Nicolás”, se dijo Nicolás. Y fue Martín. No obstante, frente al espejo, tras la imagen de Martín, siempre asomaba Nicolás.

lunes, 11 de abril de 2016

SARDINAS RELLENAS

¡El poder evocador de las palabras...!
  La sola mención a las sardinas rellenas me transporta, en un viaje a través del tiempo, hasta un prado muy verde donde despuntaba algún árbol y se erguía un chamizo de paredes blancas. En su interior albergaba un batiburrillo de enseres que, un algo destartalados, aguardaban la ocasión de volver a ser útiles.
    Allí estaban las cortinas viejas de que se servía mi padre, si era domingo y hacía bueno, para armar una techumbre a modo de parasol cuya sombra nos resguardaría mientras comíamos. Todavía me parece verlo, afanado en atar los extremos de la tela a la rama de un ciruelo, o a un palo robusto que ejercía de poste.
   Del caseto salían también sillas y banquetas, que recuerdo variopintas, pues ninguna era igual a otra, ni parecida siquiera. Las disponíamos en torno a unos tablones de madera, que se sostenían sobre unos pivotes de cemento y ya teníamos mesa, rudimentaria y comunal.
   La familia era numerosa –somos ocho hermanos, alguno ya por entonces con pareja- y la algazara, general.
   Este era mi restaurante de 5 estrellas. Me acuerdo de que divisábamos el mar lejano y que cogíamos la fruta del árbol. De los gorjeos de los mirlos y de cómo la hierba atenuaba el sonido de una piña al chocar contra el suelo. Y de las sardinas rellenas, sin las que nada hubiera sido lo mismo.
   Todo había empezado el día anterior, en una plaza de abastos de A Coruña. En aquella fase inicial, nos jugábamos el todo por el todo. Era la hora de encomendarnos a la experiencia de mi madre. Conocía bien los puestos mejor abastecidos y donde ponía la vista saltaba la sardina más fresca y de mayor tamaño. Con tan preciado botín, llegaba a casa.
   Desconozco de dónde sacaría la receta mi padre, supongo que de mi abuela. En todo caso, fue de él de quien yo la obtuve.
   Lo primero que hacía era descabezarlas y abrirlas en canal. Les quitaba entonces las espinas, que nada pintan en este plato, salvo el sobresalto de un pinchazo para quien las coma.
   En una sartén, doraba cebolla muy picada, que rehogaba con el añadido de trocitos de jamón. Aparte, en un cuenco, remojaba miga de pan en leche, que luego escurría. Enseguida lo mezclaba todo y añadía algo de perejil. Encima, cascaba un huevo y revolviendo obtenía una masa consistente.
   Rellenadas las sardinas con esa pasta, las cerraba en forma de libro, las rebozaba en harina y las iba friendo en aceite bien caliente, cuidando de que fuera primero por el lado por donde las había abierto.
   Para que se les fuera la grasa, según las sacaba de la sartén, las colocaba sobre papel de cocina. Y ya sólo quedaba airear bien la casa y esperar a que llegase el mediodía en el campo.

   Estaban tan ricas que no quisiera que perduren únicamente en mi memoria...

lunes, 4 de abril de 2016

SEMBLANZA DE Fátima Báñez

Es asunto peliagudo hablar de la nada (y más todavía sin ser nihilista). Cómo tratar, sin embargo, de un personaje público como el que me ocupa sin que tal palabra se cuele en lo que escribo.
   Confieso no entender el porqué de la sonrisa que se le dibuja en la boca, perenne como hoja de alcornoque. Se diría, viéndola, que es la ministra más feliz del Gobierno de España, y no por estar en funciones y a punto de dejar el puesto, que eso se entendería, dados los resultados de su mandato. Ya antes, durante los cuatro años que lleva ejerciendo, pertinazmente ostentaba esa muestra de alegría sin par.
   Tentado estoy siempre a pensar en un fingimiento, casi en una mueca que fuese con el sueldo, un poner a mal tiempo buena cara, un disimulo. Pero parece insólitamente sincera esa expresión de contento, como si reflejase lo bien que se lo pasa en el desempeño de sus funciones.
   ¿Es manifiesto impudor, le importa un comino todo? ¿o  responde ese gesto a la inconsciencia pura de quien ignora dónde está pinada? Claro que peor sería, aún, que creyese que lo está haciendo a plena satisfacción.
   Se cuentan por millones los españoles que no encuentran el trabajo que justificaría la existencia de un ministerio con un nombre como el del suyo, otros muchos subsisten en condiciones de extrema precariedad, miles de jóvenes titulados buscan en el extranjero el empleo que aquí se les niega, la caja de las pensiones se vacía... ¿de qué se ríe?
   Debe de ser muy feliz en su vida privada. Pero incluso dando por supuesto que sea así, ¿cómo se las ingenia para que no se la amargue su actividad pública? ¡Se me antoja tan difícil dividir una existencia como la suya en compartimentos estancos, particular el uno, político el otro!
   ¿O se librará de polvo y paja transfiriendo la responsabilidad de su gestión a un tercero?  Hasta en eso es su conducta peculiar: yo la recuerdo encomendando la salida de la crisis a la virgen del Rocío. Si resulta un tanto paradójica en un Estado que se dice aconfesional la confianza en semejante amparo, tiene la innegable ventaja de que nadie podrá pedirle que rinda cuentas, por mal que vayan las cosas…