jueves, 2 de marzo de 2017

EN TORNO A SANTO ESTEVO

Es una templada mañana de otoño. El cielo está sin nubes, pleno de azul y de luz. El día se libera de grises y la transparencia se adueña del aire. En tierra, el relieve se torna voluptuoso, las montañas olvidan agudezas y redondean sus cimas. Las laderas van, con suave laxitud, a encontrarse, y se enlazan unas en otras. Un  verde hecho de bosques se hace con el espacio y coloniza los cuatro puntos cardinales. Ocasionalmente, sin embargo, surge una llamarada entre la arboleda infinita. Tal vez sólo sea un álamo, que se ha adelantado a tintar sus hojas de amarillo.
    Manso, casi perezoso, pronto a ocultarse tras el recodo que siempre acaban por trazar sus aguas, un Sil aún no entregado al Miño que lo llevará al Cantábrico se encañona a nuestros pies, desde cualquiera de los muchos miradores que lo avistan. En la otra ribera, la pronunciada pendiente atempera su caída. Un trabajo de siglos la ha modelado en gradas, para acoger vides que ahora muestran el color del otoño, en una gama que va del rojo al ocre. Mis prismáticos indagan, curiosos, entre los bancales: a veces, la vertiente que rompen es tan vertiginosa que, para subir la uva cosechada a la carretera, los vendimiadores la van depositando dentro de una vagoneta que se desliza sobre raíles.
    Paseamos entre castaños que, de contarlos, serían cientos de miles, millones acaso. De cuando en cuando,  prorrumpimos en una exclamación asombrada. Es un reconocimiento al porte y a la edad de algunos ejemplares. Produce un escalofrío pensar que estaban aquí plantados cuando Os irmandiños se levantaron en revuelta. Quizá a más de uno llegaron los ecos de una cantiga de amigo, o un eremita medieval oró bajo su copa.
   Las castañas son, en estos parajes, pequeñas, pero su número, y dicen que su sabor, compensan ese tamaño escaso. Ni los afanes de los lugareños por recolectarlas, ni los de la fauna salvaje en la rebusca, impiden que apenas se vea el suelo y que resulte casi imposible andar sin pisarlas. Erizos abiertos nos las muestran, a menudo, como hornacinas naturalmente hermosas.

    A mediodía, una señorina entrada en años se apoya en la verja que cierra una huerta y desde allí nos observa. Es tal la fijeza de sus ojos que por un momento pienso en su cordura. Nos hemos parado a consultar un mapa de carreteras, porque dudamos de adónde estamos yendo. Ella no nos habla nada, hasta que le preguntamos. A sus palabras deberemos localizar el mirador que llaman Madrid y, más tarde, dar satisfacción al estómago en O curtiñeiro, un restaurante de Parada de Sil que, a 12 euros per cápita, nos trae a la mesa una comida de la tierra que colma nuestras expectativas.
   Qué bien hemos hecho en venir.

2 comentarios:

  1. Recuerdo las castañas, pero nada de transparencias y cielos azules; lluvia, nubes y grisura fue lo que nos acompañó en nuestra estancia, aunque eso también le dio un encanto especial.
    Un beso.

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  2. Lo has visto más en su salsa... y seguro que el verde era aún más verde...
    Un abrazo fuerte

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