lunes, 11 de septiembre de 2017

DE CENIZOS Y TEATRO

Fue una tarde de invierno de hace mucho, y, para mi pesar, el episodio duró un buen espacio de tiempo. Iba al frente de unos cuarenta estudiantes de entre 16 y 18 años a los que sus ganas y mi empeño convertirían en actores. Estábamos en las horas previas al estreno de “Érase una vez la televisión”, una parodia de la programación de la pequeña pantalla que no excluía a los televidentes. Ensayábamos y a mi alrededor todo era una algarabía de nervios, de voces que constataban faltas y reclamaban la presencia de los ausentes, de correcciones últimas y de risas.
   De entre aquel maremágnum se vinieron hacia donde yo estaba tres integrantes del elenco. Por atenderlos, tuve que distraer la atención del escenario, donde parte del grupo se esforzaba en encarnar a los personajes del capítulo mil quinientos de una telenovela muy melodramática y a un supuesto espectador que, conmovido, se enjugaba las lágrimas con una sábana, de copioso que era su llanto. Hube de aguzar el oído para que me llegase su voz.
-         ¿Tú crees que va a salir algo de aquí?
    Entendí perfectamente que se trataba de una interrogación retórica, de esas que no precisan de respuesta. La contestación ya la tenían ellos. Pero yo hice como si no.
-         ¡Claro! –dije con convencimiento, a sabiendas de que contravenía su opinión.
   Me miraron con una desconfianza infinita, y esta vez abandonaron el circunloquio y se dejaron de preguntas que no preguntaban. Sus palabras sonaron lúgubres, más que como predicción, como sentencia inapelable.
-         Será un desastre -dictaminaron sucintamente, reafirmándose en sus agoreros vaticinios.
   Sólo les restó añadir que yo los había conducido a la debacle que nos aguardaba. Y, ciertamente, en eso, de producirse, no les faltaría razón. Yo había fijado la fecha de la actuación y, además, había buscado para el estreno una localidad que no era la nuestra. Ni familiares, ni compañeros, ni amigos iban a disculpar nuestros fallos. Aunque, ciertamente, yo esperaba que, de haberlos, fueran eclipsados por los aciertos.
-         Quedará bien, ya veréis –les repliqué. Y di por concluido un diálogo que sólo podía aportarme desazón.
   A punto estuve, si es que no lo hice, no lo recuerdo, de dictarles una orden de alejamiento, que les impidiera acercárseme hasta donde pudiera oírlos. Y evité también encarar en lo posible sus rostros enfurruñados. “Tienen miedo escénico”, pensé, quién sabe si por disculpar su prevención o por que no minaran mi propia autoconfianza. Con todo, reconozco que algo mal sí lo pasé. Luego, cuando dio comienzo la función, y a medida que se desarrollaba, miré a las caras del público y los vi reír con ganas, por un instante elucubré sobre los males que trae consigo el pesimismo. Máxime si, además, quienes lo padecen representan, como fue el caso, espléndidamente sus papeles.

   Allí aprendí algo que posteriores experiencias habían de corroborar. A veces, en el teatro lo más difícil no es dirigir, aunque se ejerza de director.

2 comentarios:

  1. El miedo escénico es inevitable. Por muy bien preparado que esté todo, siempre hay un cierto temor a que todo se venga abajo. Puede que cuanto mejor esté preparado, mayor sea el miedo porque es más lo que hay que perder.
    Aunque de eso sabrás tú mucho más que yo.
    Un beso.

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  2. Sí, pero el problema se duplica cuando ese miedo de un actor se vuelca, por parte de éste, sobre quien dirige...
    Un abrazo fuerte

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