martes, 26 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (7): LA CIUDAD PALACIEGA DE LOS MUERTOS

Aparte de estar muerto, se precisa de un requisito esencial para ser enterrado en el cementerio de La Recoleta: haber alcanzado la fama. Por fortuna, a los vivos no se nos exige esa segunda condición para traspasar su umbral y pasear entre sus muros.
    Los da Dios y ellos se juntan, aun después de exhalar el último de los suspiros. Nadie reposa aquí que no haya sido una celebridad. Según avanzamos, nos salen al paso espadones que fueron. Y jurisconsultos, estadistas, científicos, deportistas, literatos, músicos, cómicos, pintores… y hasta Evita Perón. Vivieron en olor de multitudes, y se diría que no se resignan, ya fallecidos, a perder esa prebenda, pues somos muchos quienes, venidos de todo el mundo, nos constituimos en su público, según deambulamos por esta ciudad palaciega de los muertos.
   No obstante, una cripta marca la diferencia, y la regla se hace excepción. La escultura que reproduce al joven enterrado en ella no casa con sus ilustres vecinos. Es la de un  humilde trabajador con una regadera y un escobón a sus pies. En el relato de su historia, viene en nuestro auxilio la leyenda. Se llamaba David y era cuidador del camposanto. Dicen que se obsesionó con la idea de que allí reposasen sus restos. Y que ahorró, y levantó con sus manos la que había de ser su última morada. Concluida la construcción, no aguardó a que la naturaleza siguiese su curso y diese fin a su existencia, y se suicidó, por habitarla cuanto antes. ¡Lo que habría hecho Bécquer de este argumento!
   Pasa la suntuosa necrópolis por encima de cualesquiera expectativas. Pensaba encontrar de cuando en cuando, entre lápidas y nichos, monumentos que me abrieran la boca y me agrandaran los ojos. No entraba en mis cálculos que la una y los otros no retornarían a su estado habitual hasta salir de allí. Y es que a lo mejor la hay, pero no he visto una sola tumba corriente.
   Caminé calles y calles y todo fueron, para flanquearlas, bóvedas, mausoleos o panteones. A unos los hacía vistosos su desmesura, otros brillaban por su refinamiento, en los de más allá destacaba el buen gusto del diseño. Se sucedían escalinatas, columnas, torres, se adintelaban las entradas o las enmarcaban arcadas. En consonancia con tal magnificencia, la fábrica de esas sepulturas se hacía de materiales nobles. Y eso mismo ocurría con las placas que identificaban a las personalidades o sus familias, o con las estatuas esculpidas en piedra, bronce o mármol, que, si se juntaran todas, harían multitud.
   Entre las  tallas de ángeles o de prebostes, llamó mi atención la de una muchacha con su perro, y aún más cuando conocí su historia. Liliana Crociabi expiró durante su viaje de luna de miel y cuentan que el can, que se había quedado en Buenos Aires, no la sobrevivió ni un día. Modeladas en bronce, sus figuras abren, en medio de tanta ostentación, un espacio para la ternura.

2 comentarios:

  1. Tengo muchas ganas de conocer La Recoleta. He leído de ese cementerio en varias novelas.
    ¡¡Cómo llegaría hasta allí el cadáver de Evita Perón con el periplo que recorrió antes!!
    Un beso.

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  2. El problema, en Buenos Aires, es que todas las visitas -ésta también- son indispensables, y hay tanto que ver...
    Un abrazo fuerte, Rosa, y que 2018 se acomode a tus deseos

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