domingo, 28 de enero de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (10): UNA CATEDRAL DISPAREJA

De pronto, dejé de encarar la Casa Rosada, sede del Gobierno argentino, que sí estaba pintada con ese color, que la leyenda hace venir de la mezcla de  cal y sangre bovina, los colores de dos partidos enfrentados y finalmente reconciliados.
   Había oído pasos acompasados detrás de mí y me giré por ver quiénes se desplazaban con tanta sincronía. Todo el mundo miraba a donde yo lo hice.
   Eran cinco granaderos y por un momento pensé que habían salido de alguna exposición de soldaditos de plomo. Marchaban marcialmente, aunque se les hiciera difícil. No debe ser tarea fácil mantener el tipo entre tantos como huroneábamos por la bonaerense plaza de Mayo sin orden ni concierto, la mayoría con el solo propósito de fotografiarlo todo. Pero ellos no descomponían la figura y hasta cuando se toparon con un semáforo en rojo sostuvieron la formación.
    Iban uniformados en azul marino, con sombrero de visera ribeteado en amarillo, del que pendían unas borlas tan rojas como los entorchados en los hombros o la línea del pantalón. Una franja les atravesaba, oblicua, el pecho, y era blanca, igual que los guantes. Remataba la composición un sable que adosaban a un costado.
   Daban ganas de despejarles el camino, de advertir a la gente de su presencia, para que les cediera paso. Pero, aunque lo intentara, no podría, pues ignoraba adónde se dirigían. Así que opté por sumarme a quienes los seguían, que no eran pocos. Y de esa manera acabé ante la fachada de lo que semejaba ser un monumento griego con doce columnas, número que, según supe después, no por casualidad coincidía con el de los apóstoles. Ilustraba el tímpano un bajorrelieve bíblico, y la llama de una lámpara votiva ardía en un lugar del muro.
   En pos del pequeño destacamento militar, entré en el edificio. Aquélla iba a ser la mañana de las grandes sorpresas. Porque en el escaso tiempo que me llevó traspasar la puerta fue como si hubieran transcurrido siglos. De lo que por fuera parecía un Partenón pasé al interior de una catedral católica a la que no le faltaba de nada. Vivamente impresionado por lo que tenía ante mí, perdí de vista a mis improvisados guías.
   Los ojos se me fueron hacia la bóveda de cañón corrido, y aún ascendió la mirada hasta donde una cúpula ahondaba la altura. Arcos gigantescos abrían paso desde la nave principal a las laterales El sol se adentraba en el templo y teñía de amarillo las zonas de arriba, o quizás sólo reforzaba el que era ya su color.
   Entorné la cara por descansar el cuello y me encuentro con que el suelo que piso está recubierto de un mosaico veneciano. Infinidad de trozos diminutos se ensamblan para recrear la vista con motivos florales. Muy al fondo, un altar dorado y curvilíneo lo preside todo, y sufre la crucifixión un Cristo policromado, de madera de algarrobo.
   Me embarga una gozosa sensación de limpieza espacial. La considerable altura y la amplitud, la luz y el vacío hacen que me sienta un espíritu libre.

   Mis soldaditos de plomo me aguardan, sin mover una ceja, ante un mausoleo. Montan guardia junto a un sarcófago oscuro, que descansa sobre mármol rojo. Talladas en blanco, lo rodean figuras femeninas, que son Argentina, Chile y Perú: aquí se honra al General San Martín, libertador de las Américas. Fin del misterio.  

2 comentarios:

  1. Esas sorpresas que se lleva uno cuando viaja y descubre cosas y sitios inesperados son de lo más gratificante. Y si encima lo descubres persiguiendo a un grupo de soldaditos de plomo, mucha más emocionante.
    He buscado fotos en Google y recuerda, salvando las lógicas distancias. La Madeleine, en París.
    Un beso.

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    1. Cuando viajo, todo me sorprende. Creo que es la disposición con que miro lo que me lleva a ese resultado, que es, por otra parte, muy gratificante...
      Un abrazo fuerte, Rosa

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