miércoles, 28 de marzo de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (17): UN CAMINITO EN BUENOS AIRES


Caminito que el tiempo ha borrado,
que juntos un día nos viste pasar,
he venido por última vez,
he venido a contarte mi mal.

   ¿Quién no ha oído cantar estos versos y sentido su lamento de amor, quién, incluso, no los ha tarareado alguna vez? Se me vienen a la mente, acompañados de la cadencia de su melodía, cuando encaro la callecita rebautizada en su memoria como Caminito, allá donde Buenos Aires se vuelve el barrio porteño de La Boca. Ciento cincuenta metros, que tardo en recorrer mucho más tiempo que si sólo me dedicase a andar. No se transita un museo, así sea al aire libre, como una calle cualquiera. Cómo ir de pasada, cuando tanto creador nos ha dejado huellas de su hacer. La contemplación del arte conlleva entregarse a una placentera morosidad.
    Pisamos un suelo empedrado de adoquines, pulidos por el paso del tiempo y de tantos pies anónimos que aquí se dan cita. Como originales biombos, encuadran la vía, en tiras que cuelgan de estructuras tubulares, acrílicos y acuarelas, pinturas sin enmarcar que venden sus propios artífices. De cuando en cuando, una escultura, un bajorrelieve o un mural nos reclaman una mirada. Y en algún punto suena  un acordeón y una voz entona, desgarrada, un tango. Una pareja se entrega a bailarlo con tal fervor que tal parece que danzan más para sí mismos que para quienes les hacen corro.
   Un decorado casi naif enmarca esta concurrencia de artes varias. Aunque mejor sería decir que se suma a tal encuentro, como un protagonista más, que brillara con luz propia. Son dos hileras de casitas, dispuestas a uno y otro lado de la calzada, de dos alturas, laboriosamente construidas con chapa, madera y uralita. Realza la ingenuidad de sus diseños un cromatismo de arco iris. A veces, empinadas escaleras de metal ascienden al piso superior, donde, como banderas, ondean prendas de ropa puestas a secar a un sol de primavera. Las llaman conventillos, antiguas viviendas colectivas, humildes, de inmigrantes, mayormente italianos. Me parecen un canto a la arquitectura popular. Entre sus paredes, de cuando en cuando, aflora la filigrana de una farola, que nos hace anhelar el anochecer.
   Apenas iniciada, se acaba esta calle, que no nació para ser grande. Y, a despecho de la máxima de Gracián –“Lo bueno, si breve, dos veces bueno”- me deja con ganas de más.

jueves, 15 de marzo de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (16): HORA DE COMER

Dejadme que os diga algo que ya conocéis. Un país no sólo es valorable a la vista de sus paisajes o monumentos, o por el entrañable ser de sus gentes: también sabe. Para averiguar a qué, nada mejor que destapar sus ollas y llevarse a la boca lo que contienen. Y es mi opinión, pero mejor hacerlo donde la tradición manda. Ocurre con el comer como con las palabras, que cobran sentido en un contexto. Acudimos, pues, a uno de esos lugares que en Galicia llamamos enxebres, o sea, imbuidos de un tipismo que no les viene de ajustarse al tópico que buscan los turistas, sino del paso del tiempo, al que sobreviven hasta dar en clásicos.
   Se llama “La Brigada”, y está en el barrio de San Telmo de Buenos Aires. Como El templo de la carne, se define en la prometedora leyenda que campea en su fachada. Devotos feligreses como somos de don Carnal, no pasaremos por alto la oportunidad de participar del culto que allí se le rinde.
   Se nos acomoda en una estancia que es comedor de no mucha amplitud, con mesas separadas lo justo, el techo más bajo que alto, y recubierto con camisetas de equipos de fútbol. Decoran en cambio las paredes retratos del famoseo que nos precedió en  la liturgia del buen yantar. Proliferan estanterías y aparadores, donde, sorprendido por la luz de las lámparas, brilla el cristal. Parece una exposición de vajillas y copas, cuando no de botellas. Entre tanto vidrio, descolocan la mirada elementos disonantes, como balones, escudos o enseñas. A veces, llama a los ojos una policromía de verdes, rojos y amarillos.
   Al poco, se acerca un camarero de gesto grave, que no adusto, en su seriedad afable. Enseguida vamos a devolverle la pregunta que nos hace para tomar recado de nuestra elección: le pedimos consejo, a quién si no. Inquiere a su vez sobre nuestro apetito y nuestros gustos. Fruto del diálogo que mantenemos vendrá poco después con un plato de lomo y un bife de chorizo, que resulta ser solomillo. Lo veo actuar con movimientos medidos, profesional y sin pamemas, mientras parte con una cuchara la carne, lo cual da fe de su blandura. La acompañamos de vino patagónico, aunque con mesura, sin seguir la advertencia que hemos leído en un cartel del local, donde se nos recuerda que no lo hay en el cielo y se nos exhorta a beber mucho sobre la tierra.
   Si algo frustrase  nuestras expectativas en Argentina, no sería, desde luego, esta experiencia gastronómica…

jueves, 8 de marzo de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (15): EL MERCADO DE SAN TELMO

Entramos a donde es hace más de un siglo el mercado de San Telmo. Si vais, evitad entretener la mirada exclusivamente en lo que, alrededor, está a vuestra altura. Que vaya también al encuentro de una techumbre que de hierro y cristal hace arte. Metal y vidrio dibujan ahí arriba bóvedas arqueadas o angulares, claraboyas que llaman a la luz, filigranas de adorno, corredores y estructuras diversas. Toda una estética de paisaje aéreo que podría acabar en tortícolis o dolencia de cervicales, si no os sustraéis a debido tiempo a su encanto. Además, en tierra aguardan a vuestros ojos otras atracciones igual de sabrosas.
   Ved la diversidad de puestos que os flanquean, según avanzáis sobre el suelo enlosado de los dos pisos. Tenéis todas las carnes que podáis apetecer, y panes y empanadas de buena pinta, y esas frutas que han dejado de ser exóticas porque éste de América es su sitio, y peces que a veces no reconoceréis o sí, y barecitos donde hacer un alto y degustar un café. Aunque lo que para mí vuelve singular este mercado son sus tiendas de antigüedades.
   Sí, es como lo habéis leído. Aquí, en la cercanía de verduras y naturaleza muerta, han plantado sus reales los anticuarios (y tiendas de discos, y librerías de segunda mano). Tras las lunas de sus escaparates, exhiben multitud de objetos que se arraciman en abigarrado montón, sin nada en común entre sí, como no sea la edad, siempre provecta. Me detengo ante uno de estos establecimientos y no puedo por menos que tomar nota de lo que dice un cartel adosado a su cristalera:
                        “Abrimos cuando venimos,
                         cerramos cuando nos vamos
                         y… si viene y no estamos
                         es que no coincidimos”.
   Es uno de tales momentos, porque el local está pechado a cal y canto, y como éste otros muchos. Por eso echamos en falta el bullicio y las aglomeraciones propias de las plazas de abastos, con casi nadie topamos. Otra cosa sería si fuese fin de semana, que es cuando se puebla este vacío. A mí, sin embargo, esas ausencias, unidas a un cierto destartale y a la pinta de viejo que flota en el ambiente, me producen la impresión de que me he introducido en un espacio detenido en el tiempo. Y me gusta. 

jueves, 1 de marzo de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (14): HUMOR EN SAN TELMO

Primero fue un brillo en el iris. Enseguida,  esa sonrisa en ciernes pasó de los ojos a los labios. Finalmente, la garganta puso sonido a aquel esbozo de risa y la convirtió en carcajada, aunque fuese, acorde con mi carácter, contenida.
   Me acababa de cruzar con un par de camándulas que caminaban la acera en sentido contrario al mío. Semejaban ser dos golfantes que no descuidaran del todo su aspecto, y ya bien crecidos, por más que su juventud resultase un tanto imprecisa. Traían el gesto apicarado y percibí cómo me buscaban la mirada durante nuestro encuentro, que fue muy fugaz, pues ni ellos ni yo detuvimos la marcha. Algo que había ocurrido, o que estaba a punto de suceder, los divertía, si bien no extremaban la expresión de su alborozo.
   Venían callados, pero cuando pasaron a mi lado uno rompió ese silencio. Lo oí pronunciar un único vocablo, y me iba dirigido, pues era a mí a quien apuntaban sus pupilas. Sonó en sordina, como si el interfecto, al decir en sotto voce, evitara llamar en exceso la atención, no de otros viandantes, sino de mí mismo. Recuerdo que interpreté su susurro como una forma de rebajar un atrevimiento, que, quizá, si hablase más alto, pudiese producir en mí una reacción indeseada.
   “¡Suegro!”, me había interpelado, y escribo ese vocativo entre exclamaciones, porque, si no por el volumen, sí  quedó realzado con la entonación que le dio.
   Aquella palabra parecía un sinsentido o el fruto de una curiosa equivocación. Tendría su gracia que a diez mil kilómetros de España tuviera yo un doble que, además, mantuviera parentesco con un elemento como aquél y que éste me confundiera con él. Pero no había sosia que valiera para hacerme su yerno. Nuestra hija, que nos precedía, ligeramente adelantada, a mi mujer y a mí,  haciendo fotos, era sin duda quien le había inspirado el rapto verbal, hiperbólico y disparatado, que me había dedicado. Más que un piropo, creí ver que presumía de ingenio y buscaba la complicidad de una risa. 
   Me hubiera gustado contestar con una réplica adecuada a aquel bergante, y creí encontrarla. Pero fue un tiempo después, y para entonces ya lo había perdido de vista.